Durante mucho tiempo hemos crecido con una idea distorsionada: que el compromiso social viene acompañado de una pérdida personal. Bajo esa lógica, ayudar parece proporcional a lo que te quitas, si tienes mucho, debes dar mucho, y si tienes poco, tu aporte es irrelevante.
Pero esta es una visión injusta y, sobre todo, poco efectiva.
El impacto social no es un juego de suma cero donde uno debe perder para que el otro gane.
No está mal tener.
No está mal disfrutar lo que has construido.
No está mal vivir bien.
El error es pensar que solo desde la renuncia se puede generar un cambio.
La psicología del propósito nos ofrece una perspectiva más sostenible: las personas encuentran un sentido profundo cuando conectan sus recursos —habilidades, tiempo y experiencia— con algo que trasciende lo personal. El propósito no surge de vaciarse, sino de reconocer el propio punto de partida y actuar con intención (Damon, 2008). Cuando ayudas desde el agradecimiento y no desde la culpa, ves con claridad tus fortalezas y cómo ponerlas al servicio de otros de manera sostenible.
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Por eso el impacto no siempre está en dar más, sino en dar mejor.
Esto no es una idea abstracta. Se ve todos los días, en gestos pequeños y decisiones aparentemente insignificantes.
Recuerdo el ejemplo de una joven que, en conversaciones cotidianas con el guardia de seguridad de su trabajo, se dio cuenta de que él pasaba hambre con frecuencia. Ella no tenía grandes recursos ni tiempo para cambiar su rutina; sin embargo, tenía algo claro: cada viernes preparaba su comida para llevar y no le costaba nada hacer una porción adicional.
Un poco más de arroz. Un poco más de carne.
Para ella, el costo era básicamente mínimo. Para él, significaba una comida caliente, completa y digna al menos una vez por semana.
Cuando cuento esta historia, suelo hacer una pregunta simple:
¿Cuál es realmente la inversión de esta joven... y cuál es el impacto en la vida de ese hombre?
El problema es que esperamos que el impacto se vea grande para que sea válido. Y no lo es. El impacto se mide en continuidad, no en espectacularidad.
A partir de ahí, ayudar no requiere grandes gestos, sino cierta claridad:
- Identifica tu recurso más fuerte.
- No siempre es dinero. A menudo es conocimiento, tiempo, red o experiencia.
- Piensa en impacto, no en culpa.
- Pregúntate si lo que haces resuelve solo hoy o construye algo para mañana.
- Integra, no sustituyas.
- No necesitas dejar tu vida para ayudar. Necesitas incluir la ayuda en tu vida.
- Mide sostenibilidad, no sacrificio.
- Si no puedes sostenerlo en el tiempo, no es propósito: es agotamiento.
Esta claridad nos permite entender que el impacto no es un privilegio reservado para quienes tienen "excedentes". Se trata, más bien, de un inventario honesto de nuestras posibilidades.
No todo el mundo tiene lo mismo, pero todo el mundo tiene algo.
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Tal vez el propósito no sea vivir con menos, sino vivir más despiertos y, desde ahí, estar más disponibles para los demás.