Pensar en la Amazonía ecuatoriana es imaginar bosques interminables, ríos y cascadas imponentes. Pero hay una realidad que no siempre se visualiza en esa imagen: las necesidades y los rostros detrás.
Si esa situación social general se la extrapola netamente al ámbito educativo nacional, las cifras dan un golpe a la cara: en 2020, Unicef y el Ministerio de Educación decidieron medir los niveles de servicio que se tenía en el sistema educativo y se concluyó que apenas tres de cada 10 escuelas públicas en el país contaban simultáneamente con agua, saneamiento e insumos de higiene.
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El dato no hablaba solo de infraestructura, sino de desigualdad. La precariedad de los servicios y la falta de mantenimiento habían convertido algo básico -lavarse las manos o beber agua- en un privilegio escolar. A esto, ahora, hay que añadirle el factor del cambio climático.
El estudio de 2020 fue el punto de partida de una intervención que empezó como un programa de agua y saneamiento (WASH, por sus siglas en inglés) y que, tres años después, evolucionó hacia algo más amplio: Escuelas Resilientes.
Este último programa comenzó con dos pilotos: uno en Quito y otro en Guayaquil, y después se concentró en la Amazonia. ¿Por qué?
Este no es un problema menor. Una encuesta sobre higiene menstrual elaborada por esta agencia de la ONU reveló que muchas adolescentes faltaban a clases por no contar con agua o insumos adecuados para su período.
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A través de procesos participativos con estudiantes, docentes y comunidades, se diseñó e implementó un modelo que responde a la necesidad de cada territorio.
Las escuelas ahora cuentan con sistemas de captación y potabilización de agua de lluvia, baterías sanitarias mejoradas, talleres con prácticas adecuadas de higiene -incluida la gestión sostenible de higiene menstrual-, paneles solares que proporcionan energía limpia y renovable, y módulos de educación climática y energética adaptados a su contexto local. Pero, mejorar la infraestructura no fue la meta final.
También se potencia la enseñanza a través de los saberes ancestrales que durante generaciones han permitido a los pueblos amazónicos vivir en equilibrio con su entorno.
En algunas escuelas, incluso, se dieron paso a aulas vivas, pequeños espacios verdes levantados a través de la minga de padres y madres, donde se cultivan productos locales, se enseña compostaje y se habla de economía circular.
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Entre 2023 y 2024, Escuelas Resilientes llegó a nueve escuelas: siete en la provincia de Sucumbíos, el piloto en Pichincha y en la Costa. Este año tienen pendiente concluir 15 escuelas más, que estarán en Sucumbíos y con nuevas intervenciones en Chimborazo y Esmeraldas. Hasta el momento, la iniciativa benefició a cerca de 48.000 personas, incluyendo a los niños, niñas, adolescentes, sus familias y su comunidad.
El siguiente paso es escalar el modelo. Unicef tiene diferentes aliados para el tema de búsqueda de fondos y financiamiento, pero la meta es trabajar directamente con el Ministerio de Educación para incorporar la resiliencia climática dentro de la política educativa nacional. La idea es que el aprendizaje sobre agua, energía o gestión de riesgos deje de depender de proyectos puntuales y se vuelva parte del sistema.
Paralelamente, Unicef actualmente colabora con el Gobierno para desarrollar la primera política de salud ambiental del país, un campo que busca unir salud, ambiente y educación frente a lo que se describe como la triple crisis planetaria: cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación.
Hoy, los niños de Sucumbíos pueden ir a clases con la certeza de que encontrarán agua limpia y una infraestructura segura. Sin modelos como Escuelas Resilientes, no se podría asegurar lo más básico: que aprender no sea un acto condicionado por el clima.