Santiago Roldós

Hollywood, el fascismo progresista y el feminismo

En su crítica a “On the Waterfront” (en español  “Nido de ratas” o “La ley del silencio”) Roland  Barthes se asombró de que la izquierda  francesa recibiera al filme de Elia Kazan como uno  progresista, cuando su trama y sus roles eran profundamente  conservadores. ¿Cómo logró el filme  tal embrujo? Precisamente gracias a su gran capacidad  de parecer superficialmente lo contrario, y a  su actualización de la función de la catarsis como  evasión y des potenciación de las necesidades de  emancipación de las masas, también en el frente  de la diversión.
 
Que de Barthes a nuestros días Hollywood haya  agudizado y re filmado “n” veces el simulacro fascista-  progresista de “Nido de ratas” podría documentar  nuestro pesimismo, pues parecería que ni nuestras  iluminaciones más críticas y lúcidas logran hacer  mella en las facultades coercitivas de las corrientes  dominantes (el famoso mainstream).
 
Ahora bien, cuando decimos “Hollywood” en  realidad nos referimos más a una gramática y a una  ética que a una industria ceñida a una geografía. Y  el fascinante y paternal fenómeno de mexicanos y  afrodescendientes accediendo a los Oscar significa,  por un lado, la expansión de un mercado necesitado  de consumidores cada vez más satisfechos, y por  otro, la consolidación del modo de producción del  sistema de estrellato, esto es: de una economía política  de la enajenación del trabajo de las productoras  y los productores de relatos.
 
El director de “La forma del agua”, Guillermo del  Toro, ha creado una filmografía muy personal, para  mí más honesta que la de su explicablemente laureado  –dentro de la lógica mainstream– compatriota  González Iñárritu.
 
De “Cronos” a “Hellboy” y “El laberinto del fauno”  sus filmes giran alrededor de una misma cuestión:  ¿dónde reside la verdadera monstruosidad? En “La  forma del agua” los límites de esa pregunta, heredera
de la gran tradición del Frankenstein de Mary Shelley  y de la cumbre del cine patriarcal que es “King  Kong”, poco tienen que ver con las sensibles actuaciones  de su elenco y con su estupenda dirección de  arte, producción y fotografía.
 
Tenemos a una humilde solitaria trabajadora de  limpieza muda cuyos límites no le impiden vivir en  un departamento digno de “Amelie”, ni soñar con  relacionarse como en las comedias musicales atesoradas  por su vecino homosexual, un hombre mayor  que sufre la doble represión de su edad y preferencia  en una época oscura, ni forjar una entrañable amistad  con una negra que habla sin parar de su desastroso  matrimonio con un egoísta macho.
 
En nombre del amor romántico que la muda cultivará  con una criatura submarina literalmente sudaca,  proveniente del Amazonas, maltratada por un  malo que parece miembro de la Asociación Nacional  del Rifle, hasta un espía soviético sabrá anteponer su  interés científico a su propio bienestar.
 
Toda una galería de outsiders que, al igual que la  inefable “Coco” -metáfora de la obligada sumisión  de los mexicanos a una política migratoria que los  perseguirá más allá de la muerte-, parecería consistir  en una crítica al conservadurismo en plena era de  Trump… si no fuera por el devenir de un relato que  ratifica del modo más burdo la idea de destino -cero  spoiler-, y la realización heroica de una mujer a través  del hallazgo de su media naranja.

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