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Rodrigo Borja: vida, legado y gobierno del expresidente del Ecuador

Rodrigo Borja fue, ante todo, un hombre coherente. Gobernó sin escándalos de corrupción, tomó decisiones impopulares cuando creyó necesario y se retiró sin reclamar gratitud.

“¿Qué cree que le va a suceder cuando muera?” Le preguntó la periodista María Albán en una entrevista para Vistazo en enero de 1988. “Que algunos se alegrarán y otros me echarán de menos”, respondió Rodrigo Borja Cevallos.

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Pocos meses después fue elegido presidente de la República: “Demostró que gobernar no es tolerar abusos, ni administrar componendas, sino decidir con responsabilidad, resistir presiones y proteger el interés público”, reflexionó el constitucionalista Jorge Alvear, horas después de anunciarse el deceso, a los 90 años de edad, del exmandatario quiteño.

$!Fotografía que muestra una imagen del expresidente ecuatoriano Rodrigo Borja (1988-1992) sobre su féretro este viernes, en Quito.

Multifacético. Abogado por la Universidad Central, político de profesión, automovilista por pasión, tenista por afición, catedrático, orador brillante, locutor de radio y periodista en su juventud, tratadista e intelectual de la política. Así fue Rodrigo Borja hasta su fallecimiento, días antes de la Navidad. En su memoria se realiza un Funeral de Estado.

El aprendizaje del rigor

Rodrigo Borja nació en Quito en 1935. Su padre, jurista, le inculcó la idea de que el derecho era una defensa frente al abuso; su madre, la noción de disciplina silenciosa. Estudió en el Pensionado Borja y luego en el Colegio Americano, donde el debate y la lectura eran parte del entrenamiento cotidiano. En sus vacaciones ayudaba a su padre en una hacienda, efectuando las veces de tractorista. “A los 14 años empecé a trabajar”, lo recordó varias veces.

En la Universidad Central del Ecuador encontró su territorio natural: fue dirigente estudiantil, presidente de la Asociación de Derecho y un lector voraz de teoría política. Aprovechó una oportunidad y trabajó como periodista en la entonces influyente radioemisora HCJB y en diario El Comercio. “El periodismo me enseñó a desconfiar de las frases bonitas”, recordaría años después. Esa doble formación —académica y periodística— le dio un estilo poco común en la política ecuatoriana: hablaba con precisión y escribía con obsesión por el significado de las palabras.

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A los 27 años llegó al Congreso como diputado por el partido liberal donde había figuras emblemáticas como Raúl Clemente Huerta. El país era un campo minado por cuartelazos y personalismos. El golpe militar de 1963 interrumpió su legislatura y lo devolvió a las aulas. Allí se consolidó como profesor de Derecho Constitucional y Ciencias Políticas. “El poder sin límites no es poder, es abuso”, repetía a sus estudiantes. No lo decía como consigna, sino como advertencia.

A fines de los sesenta, decepcionado del liberalismo tradicional, empezó a tejer un proyecto distinto. La Izquierda Democrática nació en 1970 con influencias claras de la socialdemocracia europea. Por más de 35 años fue considerado el partido más organizado que haya existido en el país. Borja citaba con frecuencia a Olof Palme, exprimer ministro sueco y miraba con atención la experiencia francesa.

“No creemos en la revolución armada ni en el capitalismo salvaje”, decía entonces. “Creemos en la democracia como método y como valor”. Se jactaba de su amistad con Palme, asesinado en 1986 y con el presidente francés François Mitterrand. La prensa europea lo llegó a calificar como “el referente de la socialdemocracia en Los Andes”.

El poder sin estridencias

La Presidencia no fue un accidente, sino el resultado de una larga persistencia. Perdió elecciones, ganó otras parciales, volvió a intentar. En 1988, cuando finalmente llegó a Carondelet, lo hizo con un capital político singular: credibilidad personal. No era un caudillo, no prometía milagros y no gritaba. “El país no necesita un salvador, necesita reglas”, enfatizó en su discurso de posesión. “Estoy hablando la verdad. Necesitamos políticos que no mientan ni engañen”, dijo a Vistazo.

Su gobierno empezó desarmando el clima de confrontación heredado del febrescorderismo. Eliminó el temido Servicio de Investigación Criminal (SIC), señalado por prácticas de tortura, y creó una nueva estructura de investigación. “El Estado no puede combatir el delito cometiendo delitos”, sostuvo.

En lo económico, enfrentó inflación, deuda y estrechez fiscal con medidas graduales que le costaron popularidad, pero evitaron rupturas. Mucho se criticó su tesis de que la economía debía chorrear de abajo hacia arriba. Su ministro de Finanzas, Jorge Gallardo, reivindica la tesis, 37 años después:

“Creo que es un concepto que en aquella época la gente de oposición se mofaba pero es real. Usted tiene que darle poder adquisitivo a la base para que la economía pueda crecer. Es una propuesta que sigue siendo válida en la actualidad y muchos presidentes de otros países también hablan de la necesidad de reactivar la base de la economía para lograr un crecimiento sostenido. Tal vez la figura usada de chorrear desde abajo no fue la perfecta”.

En junio de 1990, el país se paralizó con el primer gran levantamiento indígena. Bloqueos, carreteras cortadas, la toma de la iglesia de Santo Domingo. Borja resistió presiones para reprimir. “Si no los escuchamos ahora, los enfrentaremos siempre”, dijo en privado a sus ministros. El diálogo derivó en reconocimiento territorial y en el impulso a la educación intercultural bilingüe. No fue una solución total, pero marcó un antes y un después.

En política exterior, Borja se movió con naturalidad en un mundo que cambiaba de piel. Mientras caía el Muro de Berlín, cultivó una relación cercana con François Mitterrand, quien lo veía como un “socialdemócrata serio en una región convulsa”. Con George Bush padre mantuvo una relación directa y pragmática. En una cumbre antidrogas, jugó tenis con Bush, Carlos Menem de Argentina y el secretario de Estado James Baker. Allí Borja logró la incorporación del Ecuador al sistema de preferencias comerciales andinas (hoy ATPDEA). El gesto, anecdótico, revelaba algo más profundo: Borja creía en la diplomacia personal como complemento de la institucional. “Hablar con todos no significa ceder en todo”, repetía.

En cuanto al conflicto con el Perú lanzó la tesis del arbitraje papal como solución al conflicto que separaba a los dos países desde 1941. Primero recibió al presidente Alan García en Galápagos para una cumbre andina y, en 1991 se dio la primera visita oficial de un presidente del Perú a Quito en más de medio siglo. Alberto Fujimori llegó a ser aclamado en las calles de la capital ecuatoriana.

El expresidente incómodo

Al dejar el poder en 1992, Borja no desapareció. Fue candidato otra vez, participó en momentos clave de la vida política nacional y se convirtió en una referencia moral incómoda. “El expresidente no debe ser un mueble viejo, pero tampoco un fantasma que asusta”, decía citando al colombiano Alfonso López Michelsen.

En 2007 aceptó la Secretaría General de UNASUR, pero duró poco. Las discrepancias políticas y conceptuales lo llevaron a renunciar. “No vine a legitimar unanimidades artificiales”, explicó sin dramatismo. Fue su última incursión institucional. Desde entonces, optó por el retiro activo: conferencias, viajes, escritura.

En Cumbayá, su casa se transformó en taller intelectual. Sin asistentes ni equipos, empezó a escribir la Enciclopedia de la Política. Catorce tomos, miles de páginas. Definiciones, conceptos, historia, advertencias. “Las palabras son armas; por eso hay que limpiarlas”, escribió en el prólogo. A Patricia Estupiñán, de Vistazo, le dijo que su enciclopedia sería útil para los jóvenes que quieran estudiar científicamente la política o “incursionar en sus minados campos”.

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Borja Cevallos rechazó convertir la obra en negocio: la subió a internet para libre acceso. Cuando le preguntaron por qué, respondió sin dudar: “Porque el conocimiento no es propiedad privada”. La Enciclopedia era permanentemente actualizada mientras insistía en que estaba retirado de la política. “Se le nota el deseo de hablar. Pero solamente de lo que quiere. Ningún intento por embarcarlo en la actualidad nacional tiene éxito”, escribió en 2014, Darío Patiño, entonces consejero editorial de Vistazo.

La huella persistente

Rodrigo Borja fue, ante todo, un hombre coherente. Gobernó sin escándalos de corrupción, tomó decisiones impopulares cuando creyó necesario y se retiró sin reclamar gratitud. Intervino personalmente para evitar un sobreprecio de 20 millones de dólares en una obra pública en Manabí. En Guayaquil, destrabó proyectos básicos para el suministro de agua potable. El Puerto Principal le debe también el relleno hidráulico de buena parte de su suburbio. De sus obras no hizo una bandera. “Cumplir con el deber no merece aplausos”, decía.

Su legado no es una doctrina cerrada ni un partido hegemónico. Es algo menos visible y más duradero: la idea de que la política puede ejercerse con sobriedad, que el poder puede tener límites y que la ética no es un adorno retórico. En un país acostumbrado a los excesos, Borja dejó una lección incómoda: “Sí se puede gobernar sin ensuciarse las manos”, escribió alguna vez... Por todo ello, el grito de guerra de su partido hoy podría modificarse: “¡Rodrigo, Rodrigo, el cielo está contigo!”.

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