El atentado contra el candidato presidencial Miguel Uribe Turbay demuestra que, en Colombia, a pesar del paso del tiempo, el Estado sigue fracasando en su deber de proteger a sus líderes políticos.
Miguel Uribe Turbay, de 39 años, senador y candidato presidencial por el partido Centro Democrático —fundado por el expresidente Álvaro Uribe, con quien no tiene vínculos familiares—, recibió dos disparos en la cabeza y uno en el muslo mientras hacía campaña en un barrio popular. Se debate entre la vida y la muerte y, de sobrevivir, quedaría con secuelas graves e irreversibles.
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“Es un fracaso del Estado”, lamentó el presidente Gustavo Petro al conocer del atentado. Y en efecto, lo es: las medidas oficiales de protección no impidieron el ataque.
Uribe Turbay contaba con un esquema de seguridad asignado por la Unidad Nacional de Protección y la Policía Nacional, pero un joven de apenas 15 años logró acercarse a corta distancia y disparar. Fue detenido no por su escolta, sino por civiles. Las fallas fueron evidentes y el gobierno ha anunciado una investigación. Pero el hecho es irrefutable: el Estado falló. No logró neutralizar la amenaza en un espacio público.
Resulta desconcertante lo fácil que le fue al sicario acercarse a su objetivo, y que los custodios no hayan acordonado adecuadamente al candidato ni reaccionado a tiempo.
Se desconoce, por ahora, si Uribe Turbay portaba chaleco antibalas, lo cual pone en duda la existencia de protocolos básicos de protección. Todo esto resulta aún más grave en un país con una larga tradición de atentados contra líderes políticos.
La lista de víctimas es extensa. Comienza con Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en Bogotá en abril de 1948 por un hombre desempleado al salir de su oficina. Su muerte desató el “Bogotazo” —una ola de disturbios con cientos de muertos—, que dio paso a décadas de enfrentamientos entre liberales y conservadores, una dictadura militar, y el origen del conflicto armado interno que aún persiste. Ese periodo es conocido como "La Violencia", y fue parcialmente superado con el pacto entre conservadores y liberales para alternarse en el poder en los años setenta.
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Sin embargo, el mayor número de magnicidios ocurrió en la década de 1990, cuando el narcotráfico exterminó a tres candidatos presidenciales. El más emblemático fue Luis Carlos Galán, asesinado mientras daba un discurso en Soacha en 1989. Su sicario fue ejecutado al instante para garantizar la impunidad.
Otros asesinados por órdenes de Pablo Escobar fueron líderes de izquierda como Carlos Pizarro, excomandante del M-19 desmovilizado, y Bernardo Jaramillo, dirigente de la Unión Patriótica. En el atentado contra Pizarro murieron varias personas, ya que el avión en el que viajaba fue dinamitado.
Años más tarde, en 1995, fue asesinado Álvaro Gómez Hurtado, figura icónica del conservadurismo. Las FARC admitieron su autoría 25 años después.
Con estos antecedentes, y en un clima político polarizado por discursos descalificadores, muchos de ellos originados en el propio presidente Petro, no sorprende que la violencia resurja. Uribe Turbay se oponía a la reforma laboral impulsada por el Gobierno, lo que podría haber motivado el ataque. La gran pregunta es: ¿quién lo ordenó?
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El senador estadounidense Marco Rubio, secretario de Estado en funciones, condenó el atentado como “una amenaza directa a la democracia” y responsabilizó a la retórica incendiaria del presidente Petro. “Debe moderar su discurso y proteger a los funcionarios colombianos”, advirtió.
Lo ocurrido en Colombia nos toca de cerca. El modus operandi recuerda al asesinato de Fernando Villavicencio en Ecuador. A pesar de contar con protección policial, el sicario logró vulnerar el cerco de seguridad y convirtió al candidato en un blanco fácil.
La policía, a diferencia del caso colombiano, capturó a los autores materiales, pero siete de ellos fueron asesinados en prisión para borrar las huellas del crimen. Hoy existe un proceso judicial en marcha, que no debe quedar en el vacío.
Es fundamental que los autores intelectuales de ese magnicidio sean identificados y juzgados. La impunidad sigue siendo la mejor aliada de los asesinos.