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El pecado original

lunes, 19 octubre 2020 - 11:21
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    POR CARLOS ROJAS ARAUJO
     
    En el país seguirán los sobresaltos  políticos mientras no exista plena conciencia de que la función  electoral tiene que transformarse. No  solo es cuestión de leyes y sus permanentes reformas. Tampoco, de las credenciales éticas que exhiben las autoridades nominadoras que, cada cierto  tiempo, dan forma al CNE. Ni de la  mayor o menor cercanía de las fuerzas  políticas en esta institución encargada –como rezaba en algún eslogan– de  construir la democracia.
     
    Hace falta un plan integral para su  rescate y ojalá el nuevo gobierno y los  próximos asambleístas tengan la fuerza y voluntad para emprenderlo. Claro, si es que las rencillas entre los cinco consejeros, el desorden y los apuros  que muestra la organización de estos  comicios, así como el papel díscolo que  cumple el Tribunal Contencioso Electoral, no minan la legitimidad de quienes resulten electos.
     
    Fácilmente se dirá que el CNE actual  es la expresión fehaciente de que el plan  de reestructuración institucional que comandó Julio César Trujillo tuvo grandes  errores. Y que las cosas funcionaban mejor cuando el poder omnímodo de Correa organizaba las elecciones con consejeros, un Código de la Democracia y  reglamentos nominados y aprobados  bajo la concepción del partido único.
     
    Pero más allá de esta aparatosa  transición, lo que no se puede olvidar es  que al CNE de Omar Simon, Domingo  Paredes, Juan Pablo Pozo y Diana Atamaint se les metieron organizaciones  financiadas con sobornos, sin dejar de  mencionar que aún se esperan investigaciones profundas para establecer si  el narcotráfico hizo de las suyas. Que  cuando la presión de la opinión pública es contundente y la sensatez llega a  ese organismo, hay un TCE que revive  partidos y desafía el debate de lo ético.  ¿Merecen las organizaciones de Iván  Espinel, Daniel Mendoza o el esposo de  Pamela Martínez, tener registro electoral más allá de cualquier leguleyada?
     
    Este ha sido, en general, el Consejo de los apagones informáticos, el que  invitó a los simulacros electorales a la  siniestra Tibisay Lucena del CNE venezolano. El que diseñó reglamentos  para impedir la inscripción de políticos prófugos ajenos para luego hacer berrinche y victimizarse porque esas  normas se aplicaron a los políticos prófugos propios. Es el CNE que a media  noche aprueba inscripciones entre el  peso de las normas y el cálculo político.
     
    Es incierto el resultado inmediato  que tendrá la carta que en días pasados  firmaron 40 juristas, argumentando la  ilegalidad en la inscripción del binomio  correísta, así como el papel del TCE para relativizar los reglamentos y procesos aplicados para tal efecto.
     
    Sin embargo, esas 40 firmas pueden ser la semilla de una agenda más  importante: el rediseño de una función  electoral que supere el concepto de  ‘partidización’, introducido en la Constitución de 1998, y el de la tramposa  ‘participación ciudadana’ de la carta  política de Montecristi. Hoy cabe ensayar un nuevo término, la ‘profesionalización’ que, siguiendo el ejemplo del  IFE de México (1990-2014), cree un  organismo eminentemente técnico. El  cómo hacerlo se resolverá luego de que  entendamos que en esta función radica  el pecado original de un país con instituciones débiles y muchos políticos incapaces y corruptos. 

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