Editorial

Columna de opinión | El asilo no puede esperar: una promesa de humanidad

Nohemí Mosquera recuerda la tranquilidad que le brindaba su trabajo como publicista, en su tierra natal, al poder sacar adelante a sus hijos, uno adolescente y uno pequeño, como madre cabeza de hogar en la ciudad portuaria de Buenaventura, Colombia. Pero con los años, su tranquilidad se vio truncada por la violencia, e interrumpida por cinco desplazamientos dentro de su propio país.

Una noche, mientras sus hijos dormían, comprendió que quedarse en su hogar podía costarle la vida. Tomó fuerza, agarró una mochila, unos documentos, algo de ropa, y caminó hacia la frontera. Cruzó montañas, carreteras y miedos, hasta llegar a Ecuador. Aquí, por primera vez en mucho tiempo, pudo dormir sin miedo.

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Pero la historia de Nohemí no es única, aunque cada detalle la hace profundamente humana. Detrás de cada persona como Nohemí que cruza una frontera buscando asilo o protección internacional hay una necesidad tan simple como inmensa: vivir y brindarles un futuro con seguridad a sus hijos.

Han pasado más de siete décadas desde que el asilo ha sido la expresión más clara del compromiso de los Estados con la vida y la dignidad humana, un compromiso consagrado en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967. Estos instrumentos no nacieron de un momento de comodidad, sino de una época de heridas profundas. Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo prometió no volver a cerrar los ojos ante quienes huyen del horror. Esa época de heridas sigue siendo relevante hoy, y la promesa sigue siendo tan urgente hoy como en aquel entonces. Sin embargo, en muchas partes del mundo, esa promesa está en riesgo.

Las presiones sobre los sistemas de asilo crecen. Las fronteras se cierran o endurecen, las narrativas de rechazo ganan espacio y la solidaridad parece agotarse. En medio de crisis políticas, conflictos armados y desplazamientos sin precedentes, el principio vital de la protección internacional enfrenta cuestionamientos que no solo ponen en riesgo a las personas refugiadas, sino también los valores y principios que sostienen a la humanidad.

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En Latinoamérica, donde la historia de la solidaridad ha sido siempre motivo de orgullo, es vital recordar lo que está en riesgo. Durante décadas, Ecuador ha sido y sigue siendo un país protector. Desde hace años, el país ha mantenido viva esa tradición de puertas abiertas, de acoger a quien corre peligro. En medio de dificultades económicas, sociales y políticas, Ecuador ha demostrado que la solidaridad no es cuestión de abundancia, sino de convicción.

Esa convicción debe ser preservada. No podemos permitir que el miedo o la desinformación erosionen el legado que le ha salvado la vida a millones en el mundo y ha fortalecido comunidades. Los sistemas de asilo, así estén bajo presión, no están rotos y nunca deberían romperse: necesitan apoyo, recursos y, sobre todo, empatía. Mantenerlos vivos no es solo un compromiso, es una inversión en estabilidad nacional y regional, en cohesión social y en humanidad compartida.

Cuando una persona refugiada encuentra protección, también encuentra la posibilidad de contribuir. Nohemí, por ejemplo, hoy trabaja vendiendo café, gelatina y pan en Tulcán. Dice que cada taza que sirve es una forma de agradecer la oportunidad de empezar de nuevo. En su pequeño puesto, conversa con quienes pasan, sonríe, y poco a poco vuelve a confiar. Su historia es también la historia de las comunidades ecuatorianas que la han acogido, que le ofrecieron no solo un nuevo hogar, sino también la posibilidad de soñar de nuevo.

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Por ello, el asilo salva vidas. Pero más allá de eso, defiende la esencia de lo que somos como seres humanos. No es un acto de caridad, sino de justicia. Cuando un Estado protege, se adhiere a los valores más altos del derecho. Y cuando un Estado cierra sus puertas, no solo excluye a una persona: se aleja de su esencia.

El mensaje sigue siendo claro: los principios que nos unieron tras dos guerras mundiales devastadoras no pueden diluirse en tiempos difíciles. El derecho al asilo es una promesa que debemos renovar cada día, en cada frontera, en cada decisión política, en cada conversación. Porque, al final, lo que está en juego no es solo la vida de quienes huyen, sino el alma moral de nuestras sociedades y futuras generaciones.

Nohemí y los más de 80,000 refugiados reconocidos en Ecuador desde 1985 nos recuerdan algo fundamental: el asilo no es el final de un camino, sino el comienzo de otro. Y ese camino, el de la humanidad, no puede esperar.

*Esta columna fue elaborada por Federico Agusti, Representante de ACNUR en Ecuador

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