Santiago Roldós

Hollywood y el fascismo progresista

Por lo visto, el animal humano necesita volver  a vivir las cosas. Como si una sola vez no le  bastase para digerir la belleza, el horror o la  mezcla de ambas –desde cachorros, todos los animales  aprehendemos y diferenciamos la vida imitando–,  nuestra especie ha llevado ese repetir la emoción  de lo acontecido al extremo de buscar imprimir,  inscribir e incluso fijar una versión de la repetición  como más auténtica incluso que la experiencia.
 
A eso le hemos llamado drama, una estructura de  concatenación de hechos. Y así como las mejores filósofas  y filósofos son aquellas que dudan e interpelan  del sentido y la miseria de la filosofía, los mejores y  las mejoras dramaturgas son aquellos que sospechan  y buscan dinamitar el edificio dramático, siempre  proclive al anquilosamiento no solo técnico, sino  sobre todo político.
 
Nosotros acudimos a “Shrek” convencidos por el  marketing de que estamos viendo una subversión de  las estructuras clásicas, y a Mattel le basta sacar una  línea de Barbies “étnicas”, con negras y Frida Kahlos,  para anunciar que ha roto algo. Pero ocurre que Shrek  es justamente lo contrario a la muerte del príncipe  azul, no solo como edificación y elogio de Homero  Simpson como un príncipe deseable y posible –diríamos  que Trump es el hijo más directo de Shrek, hasta  fonéticamente suenan familiar–, sino sobre todo  como estrategia posmoderna de reconversión del  mito del amor dependiente como destino.
 
El avance fascista progresista hollywoodense no  radica en que un sapo, una bestia o un monstruo  dejen ya de tener que convertirse en otra cosa que  no son, o que son en el fondo, para entonces tener  el derecho de aspirar legítimamente al amor ideal; el  quid de la cuestión estaría en la actualización y salvación  de la idea y la estructura misma de la necesidad  de ese amor al que inobjetable deberíamos aspirar:  el mito del amor como renuncia, la idea de la pareja  como el objetivo central de la existencia.
 
Al margen de que tanto la princesa de Shrek  como la angelical empleada de limpieza de “La forma  del agua” tengan que ser “ahora” ellas mismas las que  realicen el viaje inverso, heroínas comerciales de su  sometimiento al macho sensible, en la película de  Del Toro encima hay una predisposición constitutiva  en el propio cuerpo de la protagonista, una cicatriz  a la altura del cuello, cercana a la tráquea, de la que  nunca se brindan explicaciones, pero que parece  obra de un maltrato o un ataque traumático, y que,  como en los cánones del drama clásico y los embaucadores  de feria, nos muestran la bolita con la que  nos van a hacer trampa.
 
Esa cicatriz de la violencia realmente enmudecida  va a ser el pasaporte de la princesa de la limpieza al  edén del amor eterno. Y lo terrible es que desde sentimientos  tan genuinos como la solidaridad y la congoja,  celebramos entre lágrimas que la versión de la historia  que se imprima y exaltemos sea esta nueva versión llena  de marginales que tienen derecho a ser protagonistas  del mismo sometimiento de siempre. Lo anteriormente  dicho podría ser el resumen de “El mago de Oz”,  cuya estructura respira sigilosamente tras las máscaras  de la corte de marginados de “La forma del agua”.
 
Destino es donde vamos ineluctablemente: la muerte,  o bien el lugar al que necesitamos o queremos ir: el  trabajo, la playa o el supermercado. Entre unos y otros  hay una diferencia que otras dramaturgias asumen  con menor dictadura y propaganda que el tendencioso  policía del capitalismo que llamamos Hollywood. En la  próxima entrega: “Tres anuncios en las afueras”.

Más leídas
 
Lo más reciente