Por lo visto, el animal humano necesita volver a vivir las cosas. Como si una sola vez no le bastase para digerir la belleza, el horror o la mezcla de ambas –desde cachorros, todos los animales aprehendemos y diferenciamos la vida imitando–, nuestra especie ha llevado ese repetir la emoción de lo acontecido al extremo de buscar imprimir, inscribir e incluso fijar una versión de la repetición como más auténtica incluso que la experiencia.
A eso le hemos llamado drama, una estructura de concatenación de hechos. Y así como las mejores filósofas y filósofos son aquellas que dudan e interpelan del sentido y la miseria de la filosofía, los mejores y las mejoras dramaturgas son aquellos que sospechan y buscan dinamitar el edificio dramático, siempre proclive al anquilosamiento no solo técnico, sino sobre todo político.
Nosotros acudimos a “Shrek” convencidos por el marketing de que estamos viendo una subversión de las estructuras clásicas, y a Mattel le basta sacar una línea de Barbies “étnicas”, con negras y Frida Kahlos, para anunciar que ha roto algo. Pero ocurre que Shrek es justamente lo contrario a la muerte del príncipe azul, no solo como edificación y elogio de Homero Simpson como un príncipe deseable y posible –diríamos que Trump es el hijo más directo de Shrek, hasta fonéticamente suenan familiar–, sino sobre todo como estrategia posmoderna de reconversión del mito del amor dependiente como destino.
El avance fascista progresista hollywoodense no radica en que un sapo, una bestia o un monstruo dejen ya de tener que convertirse en otra cosa que no son, o que son en el fondo, para entonces tener el derecho de aspirar legítimamente al amor ideal; el quid de la cuestión estaría en la actualización y salvación de la idea y la estructura misma de la necesidad de ese amor al que inobjetable deberíamos aspirar: el mito del amor como renuncia, la idea de la pareja como el objetivo central de la existencia.
Al margen de que tanto la princesa de Shrek como la angelical empleada de limpieza de “La forma del agua” tengan que ser “ahora” ellas mismas las que realicen el viaje inverso, heroínas comerciales de su sometimiento al macho sensible, en la película de Del Toro encima hay una predisposición constitutiva en el propio cuerpo de la protagonista, una cicatriz a la altura del cuello, cercana a la tráquea, de la que nunca se brindan explicaciones, pero que parece obra de un maltrato o un ataque traumático, y que, como en los cánones del drama clásico y los embaucadores de feria, nos muestran la bolita con la que nos van a hacer trampa.
Esa cicatriz de la violencia realmente enmudecida va a ser el pasaporte de la princesa de la limpieza al edén del amor eterno. Y lo terrible es que desde sentimientos tan genuinos como la solidaridad y la congoja, celebramos entre lágrimas que la versión de la historia que se imprima y exaltemos sea esta nueva versión llena de marginales que tienen derecho a ser protagonistas del mismo sometimiento de siempre. Lo anteriormente dicho podría ser el resumen de “El mago de Oz”, cuya estructura respira sigilosamente tras las máscaras de la corte de marginados de “La forma del agua”.
Destino es donde vamos ineluctablemente: la muerte, o bien el lugar al que necesitamos o queremos ir: el trabajo, la playa o el supermercado. Entre unos y otros hay una diferencia que otras dramaturgias asumen con menor dictadura y propaganda que el tendencioso policía del capitalismo que llamamos Hollywood. En la próxima entrega: “Tres anuncios en las afueras”.