Quisieron espectros insepultos de rapsodas y juglares que, desatada inverosímil polémica por el Nobel de Literatura 2016 a Bob Dylan, ese mismo día muriera Darío Fo, en una especie de recordatoria ironía de que la palabra no es exclusiva del papel y la librería, pues además de cantar también baila. Algo similar se desató hace 17 años, cuando el galardón le fue conferido al gran actor, director y escritor italiano: ¿cómo así el más grande premio literario puede ir a un hombre de teatro, uno que para colmo no se definía en primera instancia como autor, sino como juglar?
Las hipótesis de que las obras de Shakespeare no fueron en realidad escritas por él, sino por algún otro pensador o autoridad esclarecida, obedecen a la dificultad de ciertos establecimientos culturales, académicos y políticos para asumir que un actor (o una actriz) puede ser un ser inteligente, capaz de producir desde y para el escenario, es decir: desde y para el movimiento efímero, tal potencia, magnitud y poesía. “Nada hay más poético que la acción”, decía Pasolini. Pero el que Shakespeare, Santiago García, Arístides Vargas, Esquilo, Sófocles, Moliére o Darío Fo fueran actores no sólo abofetea a toda academia de la lengua enjuta, sino también a la maquinaria coercitiva de teatralidades mercantiles y comerciales que asignan a actrices y actores el rol de muñecos de ventrílocuo.
Ahora bien, también nos interpela a nosotrosmismos, pues más allá de prestigios y premios, precarias construcciones repletas de veleidades, subjetividades, consideraciones geopolíticas y de mercadeo que poco tienen que ver con la calidad y la exploración artística, la actuación/la poesía siempre implica autoría, no necesariamente literaria. Todo esto se relaciona en alguna medida con lo que en la posmodernidad se ha venido a llamar transdisciplina, una crítica a la especificidad de las disciplinas artísticas y científicas concebidas como compartimientos estancos, cuestión más o menos latente desde los orígenes de la vida.
Bob Dylan siempre se la jugó en ese pliegue donde tradición y ruptura no se repelen, sino más bien se iluminan. La mezcla, el mestizaje, la impureza, el despelote y el aquelarre, ponen nerviosa a la gente más aburrida. Si fueran inofensivos, los censores nos darían sólo risa, pero además de ella, tienen que provocarnos esgrima. No soy un conocedor profundo de la obra de Dylan (como no lo he sido de la mayoría de los Nobeles de toda la historia), sino más bien un ocasional consumidor de sus canciones de trovador popular y vanguardista. Pero una de las argumentaciones que trataron de descalificar su premio me empujó a no quedarme quieto: el Nobel de Literatura a un cantante sería “una perversión de nuestros tiempos de arte degenerado, literalmente sin género”.
Digno de una pobre sabatina del presidente ecuatoriano Rafael Correa, tan preceptor de cómo deben, según él, verse los hombres y las mujeres para ser claramente tales, el argumento conecta, inverosímil y literalmente, con la exposición de “Arte Degenerado” ideada en su tiempo por Hitler. Tanto entonces como ahora, nada como el integrismo para ridiculizarse a sí mismo.