Voy en su búsqueda con una mochila llena de todo lo que me ha dado. Sé que él está ahí. Sé que estamos apenas a una puerta cerrada de distancia y ante la posibilidad de que nada y todo pueda suceder. Veré por primera vez a quien me ha acompañado tanto y eso me produce un cúmulo de sentimientos.
Como quien le da caza a la suerte me quedo observando aquella puerta. Algo parecido al miedo está dentro de mi cuerpo.
“El miedo hace perder la lucidez, desvía la agresividad hacia algo difuso, poco concreto, absurdo muchas veces. No provoca el combate en la dirección que debería dirigirse. Anima solamente a desaparecer, a esconderse”, recuerdo que me dijo en alguna página.
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La puerta se abre y dos personas salen del lugar, pero ninguna es él. Decido llevar mi combate a la dirección que debe dirigirse, sin desaparecer, sin esconderme y camino hacia el lugar privado: “Hola Héctor, disculpa que entre de esta manera, pero no quiero perder la oportunidad de saludarte”, atino a decir. Frente a mí, Héctor Abad Faciolince, no solo mi escritor favorito, sino mi compañero de batallas.
Me recibe con una sonrisa. Sé que tiene prisa porque se acerca la hora fijada para su conversatorio en la Feria del Libro de Guayaquil. Saludamos. Le pido a la primera persona que veo que nos tome una foto. Lo hace con amabilidad. Todo lo que pudo pasar ya ha pasado. No habrá tiempo para más, pues le dicen que ya es hora. Él camina y yo camino junto a él. Abro mi mochila y le digo: “Los traje a la feria y todos son tuyos”.
Él se sorprende al ver los seis libros y hace un alto que detuvo el tiempo: le cuento que me animé a publicar mis escritos desde que leí “El olvido que seremos”; que me parece una decisión acertada la publicación de sus diarios y me dice que cree que soy el único lector de estos en Ecuador; que estoy suscrito al diario “El Espectador” solo para leer sus columnas; y mientras disparo vagas ideas al aire me veo sentado junto a él, en un sillón en forma de libro, mientras conversamos y dedica mis libros de una manera especial.
Llego al conversatorio y las primeras filas ya están ocupadas. Hoy nada importa o todo importa. Me siento en el piso inventando la fila cero y empiezo a escucharlo. Son los temas que ya lo he escuchado hablar, pero esta vez es frente a mí. Algo parecido al gozo recorre mi cuerpo y se instala en mis ojos. Me pregunto, ¿qué hay detrás de esto?
“Parece que no soy capaz de ser, si es que pretendo ser algo. No soy nada: un escritor que no escribe nada, salvo un diario. Un amante que no es capaz de amar”, mi pregunta me lleva a sus diarios y a la época - qué época- en que los leí y que estos diarios hablaron por mí: “El dolor otorga un contacto más intenso con la realidad”; ”Guarda tu desesperación para mejores (peores) ocasiones. Vendrán. Este es el único sentido que le he encontrado al sufrimiento, a las tragedias: te da la dimensión exacta de los contratiempos”; “Cuando hemos tenido tristezas secas, hondas, verdaderas, sabemos que hay otras tristezas que son casi un pasatiempo, un juego”; “Me gusta el santo que cae en tentación y el libertino que está hasta la coronilla de orgasmos. No me gustan los satisfechos de sí mismos, los instalados, los serenos”; ”Quiero leer y leer y leer. Toda la vida, todo el tiempo, y lo que me dé la gana (¡todo!) solamente lo que me dé la gana. Retirarme, jubilarme, tener una casa sin polvo y ordenada a lo mejor en el campo. Y que las visitas vengan solo de vez en cuando, que no molesten tanto las visitas. Para poder leer y leer y no hacer otra cosa que leer”.
”La gracia es seguir enamorado de la vida contra toda evidencia y contra toda esperanza. La gracia es seguir enamorado de la vida a pesar de la certeza de que todos aquellos a quienes amamos van a morir, igual que nosotros mismos. La gracia, la paradoja, es amar este espanto. Vivir como si esa derrota no la tuviéramos todos asegurada”.
Entonces, ¿qué hay detrás de lo que intento contener en mis ojos: la emoción de ver al amigo que me hizo compañía cuando quería soledad.
Al final del conversatorio levanto la mano para tomar el micrófono. Vienen a mi mente todas las veces que he escuchado a Héctor preguntarse porqué sobrevivió él, un hombre de sesenta y cinco años que, por su sordera, tomó el lugar en la mesa de una joven escritora el día en que los rusos dispararon un misil a una pizzería ucraniana:
“Héctor, no tengo una pregunta, tengo varias, pero sé que si te hago una me atraparían los demonios de mi cabeza, pensando en todas las que no te hice, y esos mismos demonios me atraparían pensando en lo que no te dije. Entonces voy a optar por decirte lo que te quiero decir: darte las gracias porque tus diarios me acompañaron en un momento de oscuridad en mi vida. Cuando te leía no sabía si leía o si hablaba o si era yo el que escribía. Cuando te escucho preguntarte por qué sobreviviste, creo que es por eso, porque tú nos has ayudado a muchos a sobrevivir también”.
Me acerco a la mesa donde está sentado firmando libros y le llevo los tres que quedaron pendientes. Su dedicatoria es aún más especial: Héctor dibuja su mano sobre la segunda hoja de “Ahora y en la hora” y escribe “Para Luis Boloña el lector más leal que tengo en Ecuador. Gracias por tus palabras” mientras yo, en la pequeña libreta que él lleva consigo a todos lados, escribo mi nombre y mi cuenta Instagram junto a un “¡Gracias, Héctor!”.
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Nos despedimos con un abrazo, como de esos que se dan los amigos de siempre, y susurrando palabras que quedarán grabadas en mí hasta ser el olvido que seremos.
Llegué en su búsqueda con una mochila llena de todo lo que me había dado. Me voy con los mismos seis libros, que pesan mucho más por lo que ahora llevan escrito y con la certeza de que hay personas que sin haberte mirado te salvan. Por eso sobrevivió Héctor, por eso sobrevive la escritura.