Esteban Santos

Las lecciones que nos deja Chile

El país del altiplano se convierte una vez más en la excepción a la regla en una región donde la democracia continúa en su eterna crispación, revancha y desgaste institucional. Mientras buena parte de América Latina parece atrapada en una lógica de confrontación permanente, el proceso electoral chileno reciente deja lecciones que conviene observar con atención y, sobre todo, con humildad.

En Honduras Xiomara Castro, la actual mandataria saliente —perdió las elecciones— intenta hoy una revuelta social al grito de fraude, erosionando la credibilidad de las instituciones que dice defender. En Argentina, la política se ha convertido en una suerte de péndulo vengativo: primero Macri llegó para “terminar con el kirchnerismo”, luego el kirchnerismo volvió para “enterrar al macrismo” y hoy Milei gobierna con la promesa explícita de arrasar y encarcelar a sus antecesores peronistas.

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En Colombia, su presidente parece no comprender aún la señoría que exige el cargo y, lejos de tender puentes, se permite calificar de “nazi” al presidente electo de Chile, una ligereza impropia de un jefe de Estado. Brasil ofrece otra postal inquietante: Lula gobierna tras haber estado preso mientras Bolsonaro era presidente; hoy los papeles se invierten y es Bolsonaro quien permanece bajo arresto. Perú, por su parte, bate récords de inestabilidad: ocho presidentes en apenas diez años, síntoma claro de un sistema político fracturado.

Ecuador tampoco es ajeno a este fenómeno. Aquí la política se concibe, con demasiada frecuencia, como un juego de suma cero: o estás conmigo o eres mi enemigo. No existe la oposición constructiva, sino adversarios por derrotar, neutralizar o deslegitimar. El resultado es una democracia fatigada, incapaz de generar consensos mínimos y de sostener políticas de largo plazo, y esto se traduce en un hartazgo de una sociedad que cada vez confía menos en el sistema, porque ya no quiere circo, necesita trabajar y prosperar.

En ese contexto, lo ocurrido en Chile refresca —y mucho—. Porque demuestra que las formas sí constituyen el fondo cuando hablamos de gobierno, de protocolo y de democracia. Ame u odie usted al presidente saliente y al entrante, lo cierto es que se trata de dos visiones políticas opuestas: un mandatario de izquierda férrea que deja el poder y un presidente electo de derecha conservadora que vence a una candidata comunista. Todo indicaba, en el imaginario latinoamericano, que aquello podía convertirse en un cóctel de tensión y ruptura. No lo fue.

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Por el contrario, el proceso chileno ofreció una lección de civismo. Gabriel Boric llamó a felicitar a José Antonio Kast; Kast, a su vez, pidió respeto para su opositora, quien reconoció de inmediato su derrota. No hubo gritos de fraude, ni llamados a la desobediencia, ni intentos de incendiar el sistema desde dentro. Hubo reglas claras, respeto mutuo y una comprensión compartida de que la democracia no consiste en aniquilar al adversario, sino en competir bajo normas aceptadas por todos.

Chile nos recuerda que la democracia, como toda invención humana, es perfectible. Pero esa perfección no se alcanza con mesianismos, ni con insultos, ni con la judicialización de la política como arma de venganza. Se construye con voluntad colectiva, con instituciones sólidas y con la convicción de que se puede —y se debe— discrepar profundamente, siempre respetando como base al pacto social.

En tiempos donde la región parece empeñada en dinamitar sus propios cimientos democráticos, Chile nos deja una lección simple, pero poderosa: gobernar y oponerse también es un acto de responsabilidad histórica. Y eso, hoy, no es poca cosa.

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