Esteban Santos

¿El fin del régimen de los ayatolás? El precio geopolítico de un Irán aislado

La historia de enemistad entre Israel e Irán no comenzó con misiles hipersónicos ni con drones de largo alcance. Comenzó con la Revolución Islámica de 1979, cuando los ayatolás derrocaron al sha prooccidental y convirtieron a la nueva República Islámica en un actor revolucionario, antiisraelí y profundamente hostil al orden internacional. Desde entonces, Teherán ha hecho de la destrucción de Israel no solo una promesa ideológica, sino un eje estructural de su política exterior, financiando milicias, apadrinando conflictos y construyendo un eje de resistencia que hoy se tambalea.

Porque si algo ha dejado clara esta nueva y peligrosa escalada, es que el régimen iraní está solo. Ni Rusia ni China han salido a su rescate. Moscú tiene su propia guerra en Ucrania y no arriesgará un frente nuevo con Occidente. Pekín, como es costumbre, guarda un silencio cargado de intereses comerciales. Turquía —siempre ambivalente— gana terreno con cada debilitamiento de Irán. Y las potencias árabes, pese a emitir comunicados de condena por las violaciones al derecho internacional, observan con satisfacción contenida cómo un viejo rival regional es descabezado una vez más.

Israel, por su parte, demuestra por qué sigue siendo la potencia militar más avanzada de la región. Su tecnología, inteligencia y logística siguen muy por encima de cualquier amenaza convencional en Medio Oriente. Y detrás de ese poder está el respaldo inequívoco de Estados Unidos, que aunque insiste en evitar una guerra regional, permite a Netanyahu hacer el “trabajo sucio”: neutralizar a Irán mientras las capitales occidentales se lavan las manos con tibias condenas.

Europa, predeciblemente, ha reaccionado con impavidez. Frases vagas, llamados genéricos a la moderación. Pero detrás de ese lenguaje diplomático descafeinado hay una aceptación tácita: un Irán con misiles hipersónicos atacando Tel Aviv no es un actor con el que se pueda dialogar; es una amenaza existencial que alguien —preferiblemente otro— debe contener.

Eso no significa que el fin del régimen sea un camino sin riesgos. La historia reciente ofrece una advertencia elocuente: el derrocamiento de Sadam Husein en Irak dejó un vacío que el caos, el sectarismo y el extremismo se encargaron de llenar. Irán no es menor: es una nación de cerca de 90 millones de personas, con una identidad fuerte, una historia milenaria y una sociedad compleja, dividida entre modernidad, represión y resistencia.

Pero a diferencia de otras ocasiones, esta vez el régimen de los ayatolás no encuentra refugio ni apoyo real. Hezbolá duda. Los hutíes están contenidos. Hamás está diezmado. Y los “aliados” circunstanciales de Teherán —como Qatar o Siria— no tienen ni la capacidad ni la voluntad de abrir un nuevo frente. La cúpula militar iraní ha sido golpeada con precisión quirúrgica. Su infraestructura bélica, minada. Y su narrativa, desgastada incluso dentro de sus propias fronteras.

Los próximos meses serán decisivos. Lo último que necesita la región es un colapso desordenado, otro Estado fallido en Medio Oriente. Pero si algo parece inevitable, es que el ciclo de poder iniciado en 1979 está entrando en su fase terminal. El problema ya no es si los ayatolás caerán, sino quién llenará el vacío cuando lo hagan. Y ese, quizás, sea el verdadero desafío que se avecina.

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