El fuego y la ausencia de la vida: el caos de las clínicas de rehabilitación clandestinas

Ivette Viña
El fuego y la ausencia de la vida: el caos de las clínicas de rehabilitación clandestinas

Un candado no se abrió. Detrás de los barrotes que aseguraba, se escuchaban desgarradores gritos, golpes y oraciones.

En cuestión de minutos la habitación de una vetusta casa en el suburbio de Guayaquil se convirtió en el sarcófago de 18 jóvenes con problemas de adicciones que solo saldrían de ahí muertos.

Era el 11 de enero de 2019 y habían pasado cinco días desde la última vez que Marcelina Cabero vio por última vez a su hijo, César. Sonó el teléfono y era su esposo al otro lado de la línea. Le dijo que la “clínica de rehabilitación” donde estaba internado el joven se estaba quemando.

Tomó una tricimoto y se encaminó al sitio, que quedaba a un par de cuadras de su casa. En el trayecto hablaba con Dios. Cree que no la escuchó.

Cuando llegó al lugar su primer deseo fue morirse. “Quería entrar a salvar a mi hijo o morirme con él”. Los policías y militares que acordonaban el área no la dejaron cumplir su cometido.

Entre el humo y las labores de rescate las madres de familia empezaban a desvanecerse del dolor. En medio de los llantos una pregunta se repetía sin cesar “¿Dónde está el Tío Orlin?”.

No era tío de nadie, pero así le decían al dueño del centro de rehabilitación clandestino donde fallecieron sus hijos. Irónicamente, el lugar se llamaba ‘Por una nueva vida’.

Marcelina Cabero guarda con nostalgia las fotografías de su pequeño César.
 

La lucha y el terror

Quienes lo conocen lo describen como un hombre bonachón, que por azares del destino estuvo inmerso en el consumo de drogas y la delincuencia por varios años. Después de rehabilitarse se levantó como el “salvador de los drogadictos” en varias zonas de Guayaquil.

Su modelo de atención consistía en mantener encerrados a los pacientes en pequeñas casas destartaladas para evitar el consumo de estupefacientes. De vez en cuando, mantenían charlas de motivación y a los progenitores se les vendió la idea de que contaban con los especialistas necesarios para tratarlos.

Pese a que la Agencia de aseguramiento de la calidad de los servicios de salud y medicina prepagada (ACESS) no cuenta con cifras oficiales sobre la cantidad de centros de rehabilitación clandestinos o no regulados, autoridades como el exgobernador del Guayas, Pedro Pablo Duart, indicó, en el 2019, que en la provincia hay al menos 100 centros de rehabilitación que funcionan sin permisos.

Un pequeño pedazo de infierno se encendió en medio de cuatro paredes, entre las calles 26 y la I. Le llamaban la “La lagartera” y le deben su nombre a las antiguas celdas de la penitenciaría en las que recluían a los presos más sanguinarios y temerarios del país.

Su uso se volvió frecuente en los centros de rehabilitación clandestinos durante el limbo del síndrome de abstinencia. Los temblores, el vómito, los escalofríos, cambios de humor y cualquier efecto adverso era señal de que un interno debía ser encerrado en esta celda.

Las investigaciones judiciales señalaron que las personas que se encontraban en esta especie de celda prendieron fuego a unos colchones con el objetivo de llamar la atención y ser liberados. Sin embargo, la persona encargada de vigilarlos no les abrió la única puerta de salida.

Los familiares de las víctimas se niegan a creer en la teoría de que ellos iniciaron el flagelo.

El bombero Reinaldo Carbo ingresó en este experimento de cueva de cemento  y rejas.

El humo se empezaba a disipar y la escena que vio fue espeluznante. Al fondo de la habitación, que no superaba los 20 metros cuadrados, encontró una ducha comunitaria donde estaban apilados todos los cuerpos. “Me imagino que en su desesperación ellos se amontonaron bajo la ducha buscando un poco de alivio”, contó después.

Uno a uno se fueron desmayando por la inhalación de gases y sus cuerpos cayeron sobre los de sus compañeros. Ahí estaba Andrés, quien soñaba con ser marino; Arlington, que le había prometido a su madre cambiar para no verla llorar; Isaac que anhelaba ser un hombre nuevo para cuidar de su “huesito” su hija de seis meses… Todos murieron por anoxia cerebral, es decir, falta de oxígeno en el cerebro.

“Un cerebro después de dos minutos de no tener oxígeno, sea porque no respiró o porque el oxígeno fue reemplazado por otro gas, sufre un daño cerebral. Pero a partir del minuto cinco el daño es irreversible”, menciona Carbo.

El incendio de la clínica “Por una nueva vida” no fue el único.

Durante el 2019 se registraron más de 30 personas fallecidas en este tipo de siniestros dentro de centros de recuperación ilegales. El quemar colchones se había convertido en el mecanismo más frecuente de intentos de escape, según el Cuerpo de Bomberos de Guayaquil.

Marcelina Cabero decidió plasmar en su piel el rostro de su amado hijo César, para inmortalizar su recuerdo.
 

Los que ya no están

Montada en un triciclo salía en medio de la madrugada por las calles del suburbio en busca de Arlington, su hijo y su cruz.

A Lola Larrea no le importaba sumergirse en ese universo del que pocos salían sin un disparo o sin los cincos sentidos. Su consigna era: “Yo ya he vivido. Y si me toca morir me muero”.

Con ese aire de grandeza que tienen ciertas madres lo buscaba en las esquinas. Esquinas de droga, de sexo, de bandas, de trueques, de robo… Su único objetivo era rescatarlo del consumo de estupefacientes. Lo encontraba con la mirada perdida y lo llevaba a casa. “Le ponía seguro a la puerta y escondía la llave bajo la almohada para que él no saliera otra vez a drogarse”. Esa noche, ella ganó. Las próximas, no.

Lola es pequeña, pero robusta y en su rostro se adivina una vida castigada por la pobreza y los años, 63 para ser exactos. Su andar es pausado porque lleva varias enfermedades a cuestas. Tras superar un cáncer de útero algunos de sus órganos le empezaron a jugar una mala pasada. “Es la tiroides, o es la vesícula, o la hernia. Pero algo siempre falla”.

Dice que quiere a todos sus hijos por igual, pero que Arlington era su vida.  El  consentido de la familia empezó a consumir sustancias a los 17 años. Sin embargo, sus padres consideran que su ruina empezó a los 21 años, cuando un amigo llegó de Estados Unidos y le ofreció “drogas más pesadas” como la heroína.  

Lola, con la ayuda de su esposo José Ortiz, lo intentó todo. Desde internarlo en una clínica, encerrarlo en casa, darle de comer saludable y en un último intento darle pastillas para dormir.

Todos estos padres perdieron a sus hijos en el incendio del centro "Por una Nueva Vida".

“Un doctor me las recomendó. Tomé un cuarto de pastilla, la molí y se la puse en el menestrón del almuerzo”. Tras su peculiar plan le tomó el pulso y le colocaba un espejo bajo las fosas nasales cada cierto tiempo para cerciorarse de que respiraba. Esa noche durmió casi hasta el amanecer. Ella fue feliz y él, un incauto durmiente.  

Después de algunos días el joven se dio cuenta de la trampa en la que había caído y ahora vigilaba cual centinela la preparación de los alimentos. Auscultaba a su madre para verificar que no colocara “polvos mágicos” y reían mientras la comida estaba lista. Estos momentos le servían para alegrar las nostalgias y para estrechar los lazos que se rompían cuando él estaba bajo los efectos de los psicotrópicos.

Cuando estaba bajo el efecto de las drogas se transformaba en otra persona.

Convirtió a los televisores en objetos desechables que rompía a su antojo, a las paredes y ventanas en su saco de box y un día le gritó a su madre cosas que ella prefiere olvidar. “Esa fue la última vez que lo vi. Cinco días después me llamó el ‘Tío Orlin’ para decirme que Arlington se había ido a internar a su centro de rehabilitación y que no me preocupara. Me iba a cobrar 100 dólares mensuales porque yo le iba a colaborar con víveres”.

Este tipo de centros de recuperación de consumo de sustancias tienen un sistema de tarifas basado en las dádivas, que se traducen en sacos de arroz, atunes, pollo, mariscos, implementos de higiene personal o víveres en general. A esto se suma una mensualidad que depende de la economía de la familia variando desde $100 hasta $300.

El día del incendio Lola se sentó en la mesa y sintió de esas angustias que aceleran el corazón. “Era un presentimiento.  Pero me tranquilizaba pensar que mi hijo estaba allá y que era por su bien”. Mientras tanto a unas cuadras de su hogar Arlington se aferraba a un hilito de aire. 

 

Los barrios de la droga

La orilla del río en el que se vive marca las costillas y destinos en la urbe guayaquileña. En el sur, el agua se ve más turbia desde las casas de bloque con techos de zinc, que se niegan a caer a fuerza de remiendos y plástico.

Encajado entre un par de puentes se levanta el Batallón del Suburbio. Un barrio con trazos caprichosos, callejones laberínticos y viviendas abarrotadas cuyos ocupantes hacen de la calle una extensión de su hogar.

En sus rincones algunos perros revuelven la basura e interrumpen los partidos improvisados de fútbol en la acera. Mientras unos niños a punto de ser hombres pierden el camino a casa por 25 centavos de droga.

En la Encuesta sobre Uso y Consumo de Drogas en Estudiantes de 9no grado de Educación General Básica, 1ro. y 3ro. de bachillerato, realizada entre noviembre y diciembre del 2016, se identificó que: la edad promedio de inicio del consumo de drogas en el país está entre 14 y 15 años de edad; el 21.28% del total de estudiantes encuestados consideró que es fácil conseguir marihuana, el 12.07% afirmó que le sería fácil conseguir heroína o “H”, el 9.38% indicó lo mismo sobre la cocaína y el 6.12% sobre la pasta base de cocaína.

César Merino, uno de los fallecidos en el incendio, era parte de esa estadística. El joven inició su consumo de psicotrópicos cuando tenía 14 años con amigos de su colegio. Murió a los 19.

Su madre, Marcelina Cabero, tiene los recuerdos marcados en la piel con tinta. Un tatuaje con el retrato de su único hijo se funde en su piel trigueña.

Su hablar es acelerado como si siempre tuviera prisa. Trastabilla y respira profundo cuando las palabras le empiezan a doler.

“Cuando recién empezó a consumir se quedaba dormido en todos lados. Pero al final llegaba sin zapatos,  sin celular y con ropa vieja. Lo regalaba todo por el vicio”. Esta mujer describe la adicción de su hijo como un monstruo que dormía y se despertaba a su antojo.

“Si el monstruo estaba dormido, César estaba bien contento y alegre. Pero cuando se despertaba le quitaba todo. Lo tenía que vestir de nuevo. Como cuando era niño”, recuerda.

Una carta que César escribió a su esposa justo antes de morir.

Según informes de la Policía las zonas donde se registra mayor cantidad de operativos contra microtráfico son: Batallón, Suburbio, Portete 1, 2, 3, La 29, Cisne 1 y 2, La Chala y Salinas. En el noroeste están identificados Bastión Popular (del bloque 1 hasta el 10), Socio Vivienda 1 y 2, Monte Sinaí, Lomas de La Florida, Nueva Prosperina y Entrada de La 8.

En estos mismos sectores proliferan los nuevos centros de recuperación que funcionan sin permisos.

Los propietarios de las clínicas clandestinas se sitúan en zonas urbano-marginales debido a la gran afluencia de consumidores. Según la vicedefensora del Pueblo, Zaida Rovira, “se ubican en lugares alejados de la urbe. Sitios adecuados donde los vecinos no presenten quejas o alertas de sus actividades”.

Pero no todos los vecinos son tan discretos. José N., vivía cerca de la clínica del ‘Tio Orlin’.

Menciona que lo sabe todo, pero que en su barrio es mejor callar. “Aquí a los sapos se los calla a bala”, remarca.

“Yo estaba en el mueble tomando un jugo y le dije a mi mujer que apagara la cocina porque algo se le estaba quemando”, recuerda José.

-Estás loco todo está apagado.

Entonces empezaron los gritos de los “hacheros”…

“Sácame, no seas maldito. Abre la puerta que tengo hijos. Hijo de puta, te espero en el infierno. Dile a mi mamá que la amo”.

Entonces vino el silencio. Dejaron de gritar. “Creo que ahí ya estaban muertos”.

Según las versiones que constan en la Fiscalía, el día del siniestro, el ‘tío Orlin’ salió del establecimiento y dejó a un joven encargado de las llaves de la lagartera.

Varios testigos señalaron que los internos le pedían que abriera la puerta, pero la reja que estaba asegurada con un candando nunca se abrió.
 

La tortura

En otros rincones del país existen más denuncias de centros señalados por atentar contra los derechos humanos. En septiembre del 2018, un allanamiento a uno de estos establecimientos en Pastaza reveló una serie de actos de tortura contra los internos.

El día del operativo la policía encontró alambres, bates de beisbol, machetes y linternas para aplicar electroshock. “La situación era muy fuerte porque les pegaban e incluso a algunos de los chicos los golpeaban con un palo de escoba, el cual también era introducido por el ano”.

Así describe Yajaira Curipallo, Defensora del Pueblo de Pastaza, el caso que conmocionó a la región.

El hecho salió a luz después de que una madre, quien había ingresado a su hijo en el lugar, intentara retirarlo del centro que no contaba con el dinero necesario para terminar el tratamiento. El joven fue retenido. Con su caso se sumaron ocho denuncias de tortura contra el establecimiento.  

El centro cuenta con la licencia de la Agencia de aseguramiento de la calidad de los servicios de salud y medicina prepagada (Acess), según el catastro vigente.

Curipallo mencionó que no ha existido mayor impulso judicial sobre este proceso.  También recalcó que los directivos del lugar amenazaron a los denunciantes. Entonces, ellos muchos de ellos desistieron el continuar con la causa legal.

Otra víctima que también renunció a luchar legalmente es Marcos N.. El joven de 22 años, vivió una de las peores experiencias en un centro terapéutico, ubicado en el sector Club de Médicos del Valle de los Chillos, Quito.

Después de uno de sus intentos de fuga fue amarrado a un árbol y rociado con agua fría cada media hora. Lo dejaron abandonado en el lugar hasta el anochecer.

La coordinadora del área jurídica de Inredh, Pamela Chiriboga, conoció de cerca los tratos crueles y degradantes que se llevaron a cabo en el lugar.

“En este sitio habían castigos físicos como golpes y puñetazos. Tenían un mecanismo que se llamaba pull-up, en el cual anotaban a quien no estuviera haciendo bien las cosas y lo dejaban sin comer, incluso hasta por una semana. Los esposaban a una silla de plástico durante todo el día…”. Estos fueron algunas de las versiones que Chiriboga recogió después de que Marlon y ocho personas más escaparan de la clínica.

La Fiscalía abrió un proceso de investigación bajo el delito de tortura. Sin embargo, esta clínica ya contaba con dos juicios anteriores por plagio y tortura, los cuales se resolvieron  a favor del dueño del centro.
 

La respuesta del Estado

Para atender a las personas con consumo problemático, el Estado tiene varios niveles de respuesta,  prestando servicios de salud y asumiendo los costos por cada paciente atendido. Por otra parte, los esfuerzos por controlar y regular  a estos centros clandestinos, por parte de la Acess (Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada), adscrita al Ministerio de Salud, no logran disminuir la proliferación de establecimientos ilegales.  

El licenciamiento

De acuerdo a la Acess, desde el 2018 se realizaron 50 clausuras en base a la normativa vigente a establecimientos clandestinos que ofrecían tratamiento a personas con consumo problemático de alcohol y otras drogas. La provincia con la mayor cantidad de clínicas irregulares fue Guayas.  

La entidad señaló que pese a los controles, inspecciones y operativos que realizan, no es posible determinar con exactitud la totalidad de la existencia de centros de rehabilitación no regulados o clandestinos.

A escala nacional 188 establecimientos están en el proceso de regularización, estos se encuentran en la primera fase, que es la de “Aprobación de Reglamento Interno y Programa Terapéutico”, previo a la aplicación de Licenciamiento para regularizarse como CETAD.

Cabe resaltar que para obtener el licenciamiento se debe cumplir  con los requisitos de una matriz, que para muchos centros no se adapta a la realidad del país.

Ítalo Villavicencio, director de Censico (Guayaquil) y presidente de la Asociación de Propietarios de Centros de Tratamiento de Adicciones del Ecuador (Aptae), que integra 29 centros, mencionó que “las exigencias del ACCES responde a normativas internacionales que el país sería casi imposibles cumplir o elevarían los costos de las mensualidades por encima de los $1000”.

Después de 29 años de experiencia en el tratamiento de adicciones, Villavicencio, un adicto rehabilitado con formación en tratamiento de adicciones, cerró su clínica de tratamiento porque considera que la inversión que se realiza en la adecuación de los centros  no se puede recuperar. “Las familias solo tienen para pagar $100 dólares mensuales. Eso no alcanza ni para la comida”.

Según el organismo de control los estándares de infraestructura, equipamiento, talento humano y normativa son los “mínimos necesarios para su funcionamiento”.
 

La sentencia

Un día después del incendio, el juez Hermes Jiménez ordenó la detención de Orlin B. A., propietario del centro, y de ­Johnny A. A., encargado de las llaves del lugar, por homicidio. Wiston P. R., quien habría sido médico de la clínica, recibió medidas sustitutivas y en un inicio fue procesado por homicidio culposo.

En las primeras instancias, la Fiscalía solicitó la vinculación de cuatro exfuncionarios de la desaparecida Dirección de Salud del Guayas. Dichos trabajadores otorgaron en junio del 2017 un permiso de funcionamiento al lugar. La documentación caducó un año después.

Sin embargo, a todos los padres que llegaban se les mostraba el papel sin ninguna validez como muestra de que contaban con todos los requisitos.

En los documentos de validación figuraban los nombres de Bernardo H. B., exdirector provincial de Salud, también Carlos C. S., Margarita A. S. y Sindy Z. G., quienes supuestamente eran encargados de las áreas legal, médica y psicológica.

De acuerdo a la información da la defensa de las víctimas, ellos conformaban el programa Cetis (Comisión Especializada Técnica Institucional de Salud), cuya función era inspeccionar los centros de atención a personas con problemas de adicciones.

"El lugar no contaba con los espacios adecuados. No tenía salidas de emergencias. Era una bomba de tiempo”, dice Héctor Vanegas, abogado de los familiares de los 18 jóvenes.

El 5 de enero de 2020, el Tribunal de Garantías Penales del Guayas dispuso seis años y ocho meses de cárcel por homicidio culposo por mala práctica profesional  para dos de los siete implicados en el incendio que se produjo el 11 de enero de 2019. Los cinco restantes, entre ellos exfuncionarios del Ministerio de Salud, fueron declarados inocentes.

El delito de homicidio culposo por mala práctica profesional está tipificado en el artículo 146 del Código Orgánico Integral Penal (COIP). Se sanciona con prisión de tres a cinco años.

Para José Ortiz, quien perdió a su hijo en el incendio, 20 meses de cárcel son una “burla”. No sabe de leyes, pero en la mano lleva un par de hojas arrugadas del juicio de su hijo en las que trata de descifrar por qué la muerte de 18 jóvenes solo se sancionó con unos meses de cárcel.

No conoce a ciencia cierta lo que significa “apelar” pero quiere hacerlo.

Por Arlington,
Por César,
Por Jostyn,
Por Manuel,
Por Gabriel
Por José
Por Adeian
Por Christian
Por Donovan
Por Davis
Por Erick
Por Manuel
Por Fernando
Por José Fernando
Por Cristobal
Por Anthony
Por José Peter.

En él la impotencia se convirtió en una forma extraña de motivación.