“El desastre lo arruina todo, dejando todo como estaba”. Maurice Blanchot
El lunes 18 de abril de 2016, 36 horas después de la probablemente peor catástrofe de nuestra historia, quizá sólo comparable a la devastación de la Guerra de Invasión y Conquista del siglo XVI, Diario El Telégrafo –en teoría y obligación un medio público, en los hechos un órgano de propaganda del longevo gobierno–, encabezó a ocho columnas: “Ahora empieza la reconstrucción”. Su propio líder, Rafael Correa, lo desmintió: gritos y llantos manaban todavía bajo los escombros de Pedernales, Manta, Portoviejo y una serie de poblaciones donde, bien entradas la tarde y la noche del lunes y la mañana del martes, el Estado aún no lograba hacerse presente y operar. Así que no, no había llegado aún el momento de la reconstrucción, apenas seguía siendo el momento del rescate, el socorro y la cruenta asunción de la magnitud de la tragedia.
Imposible, ante tamaña catástrofe, imaginar que los tituladores del periódico actuaran con tendenciosidad o malicia. Lo suyo fue un acto reflejo, fruto de la atrofia de nueve años repitiendo slogans. Ya antes del terremoto el Gobierno y sus círculos habían llegado a un callejón sin salida, auto secuestrados en el laberinto de su propio relato. Pero los declives llevan su tiempo: frente al desastre, lo más eficaz del Estado gobernado por Alianza PAIS ha vuelto a ser la propaganda. El lema “Ecuador unido y solidario” no acaba de materializarse ahí donde más necesaria resulta la coordinación entre un Estado hipertrofiado en la generación de controles sociales y una sociedad civil tan movilizada como puesta en tela de juicio por el presidente Correa, quien un par de días antes de la tragedia había dicho, en el Vaticano, que la política sólo podía hacerse en los partidos políticos. La realidad, inconmensurable e incontestable, le quitaría la razón de manera dramática.
Tampoco fue patrimonio exclusivo de esos órganos de control y adocenamiento que son los medios de comunicación, públicos, incautados y privados, el instarnos a correr antes de ponernos en pie. Incluso entre la asombrosa respuesta de la ciudadanía: donaciones masivas y enormes contingentes de voluntarios, el gesto predominante fue el de la velocidad. Había que actuar, y había que hacerlo lo antes posible. En los centros de acopio de las ciudades menos afectadas, las fundas de víveres y medicina volaban de mano en mano, los botellones de agua eran acomodados por rostros a la vez compungidos y pletóricos, y los camiones de reparto, al salir, eran saludados con aplausos, en una batalla contra el tiempo y la tristeza. Cuántos no hubiéramos deseado ser Superman, y hacer que el reloj volviera atrás, volando en contra del movimiento de la Tierra, tratando de evitar que tantos de nuestros hermanos murieran.
Pero el pasado es habitable sólo como ausencia, es decir a través de las huellas por otro lado sombrías e inestables de la memoria, que paradójicamente se re-escribe cada vez que la convocamos. En honor a nuestros muertos, pero también a sus sobrevivientes, lo más importante de la sin duda imprescindible reconstrucción será edificarnos sobre otros cimientos, empezando por la conciencia del lugar dónde vivimos, y continuando por las formas en que nos relacionamos, desproveyéndonos de almíbar, falso candor y patriotismo. El patriotismo es el xanax de la humanidad, es la píldora que nos tomamos para no terminar de asumirnos en la complejidad de nuestro organismo. No sólo es una tierra linda el Ecuador, sino un enclave problemático.
Antes del terremoto ya estábamos frente al abismo, económico y financiero. Tras el terremoto todo se complica. En su “Escritura del desastre” Blanchot acierta: “Uno está solo para exponerse al pensamiento del desastre, que deshace la soledad y rebasa cualquier pensamiento”. Es cruel que la tragedia germine comunidad.