Hay dos formas de amar a un país: la sana y la enferma, y ambas son la misma.
En las últimas semanas se han producido elecciones en los países que más me afectan, amo o importan, después del Ecuador: México y España, donde pasé años cruciales de mi vida, y cuyos resultados han sido tan desmoralizadores como los que, todo parece indicarlo, se producirán acá en 2017.
Amar a un país suele ser el centro del deber ser de instituciones como la escuela o la familia, que muchas veces nos obligan a amar lo que precisamente más nos vulnera y coarta. En esa paradoja, se llega a amar un país, en realidad, a pesar de sus instituciones y por fuera de ellas, amando a su gente.
Se ama a una persona sin pensarlo demasiado: el amor nace de un chispazo, el deseo (se) huele, (se) ve, (se) escucha y (se) siente. Y es curioso cómo los sentidos del tacto y el gusto se funden en ese “se siente”, como si la lengua fuera la herramienta más íntima del tacto y la epidermis estuviese colmada de gusto.
Ocurre que sí, los cuerpos “saben”, en el doble sentido del término, y ello indica el grado de materialidad de la mente y el espíritu. Y también explica por qué, cuando nacen, queremos comernos a nuestras hijas o hijos. Estar para comerte, ser delicioso o deliciosa, significa contener experiencias, incluso en potencia.
La gente de la Costa ama sus playas y la de la Sierra sus montañas de un modo similar al que un cinéfilo ama ciertas películas, no todas (la mayoría, de hecho, las odia), o en la que un hincha ama a su equipo y/o a la selección de su amado y odiado país, porque en el espectáculo de un accidente geográfico o de un simulacro, artístico o deportivo, el acontecimiento ocurre en la piel de quien asiste a tal evento de la constitución de su propio afecto.
En América Latina, por ejemplo, donde durante tantas generaciones los hombres fueron amaestrados en no exteriorizar sus emociones, el estadio fue un ámbito no sólo de sublimación de la violencia, sino también de libertad de la fragilidad y el sentimiento. Gracias a ello, muchos hombres de nuestro entorno nunca fueron abrazados por sus padres fuera de un partido de fútbol. Nadie les quitará ni una cosa ni la otra. Y la medalla de oro de Jefferson Pérez en Atlanta 96 significó algo más o menos parecido para cada uno y una en Ecuador: la sensación de que la derrota no estaba escrita en nuestro ADN.
Amar a tres, cuatro o cinco países amplía la capacidad de decepción: el separatismo del Reino Unido (de una Europa burocratizada), la xenofobia de Trump (el odio pleno como utopía del amor a la Patria), las corrupciones del PRI mexicano y el PP español (más que santificadas por sus electores, advertidas como características comunes en los demás partidos).
La globalización nunca fue un proyecto de liberación del deseo, sino de expansión del capital. Entre sus grietas y fisuras, al calor del incremento del exilio político y económico, ya sea de sirios en Alemania, cubanos en Ecuador, o estudiantes guayaquileños en Buenos Aires, se funden permanentemente nuevas y viejas relaciones de odio y amor. Es difícil decirlo, pero la vida seguirá tras la III Guerra Mundial.