A los cinco años recibí uno de los regalos más preciados de mi vida: una casita de venta de limonadas. Su olor artificial, seductor y nauseabundo, manaba de acabados torpemente pintados sobre una lustrosa lona verde, adosada a cartones cuya extrema delgadez fue, junto a la evidencia precoz de mi incapacidad para los negocios, clave para el efímero fulgor del emprendimiento.
Un tío constructor repite como mantra los tres secretos de la conquista comercial: ubicación, ubicación y ubicación. A mis cinco años, a nadie se le ocurrió avisarme que colocar mi puesto de limonadas en la azotea de mi edificio, en un horario al que no subían ni siquiera los alacranes que nos espantaban hasta el desmayo, garantizaba un rotundo fracaso.
En ese momento yo aprendía historia en las caricaturas de la Warner Brothers y geografía en los comics semi pornográficos de Kaliman y El Santo, y mi azotea me parecía la cima del Empire States de Nueva York, símbolo de una especie de pirámide del éxito, entendido este como escalera al cielo.
A la luz de estas reflexiones, pienso que en lugar de “Mi limonada”, tendría que haber bautizado a mi negocito como “El limbo” o “El purgatorio” (que nadie me robe ahora la idea). Mi pequeño rascacielos, o rascacielos enano, como lo llama mi obra “Karaoke Orquesta Vacía”, donde una gárgola se encarama a un edificio subdesarrollado para sicoanalizarse a partir de José José, estaba en el corazón del centro comercial del Guayaquil de los setentas, la década del boom del petróleo y las pantallas verde, azul y rojo que transformaban nuestras teles en blanco y negro en teles a color.
A tres cuadras quedaba la Catedral, por el lado de Boyacá, y a otras tres el Mercado Central, por García Avilés. Y en su planta baja el magnífico Almacén El Cisne (en realidad una tiendita de limonadas gigante y próspera), propiedad de mi abuela y mi familia materna, enclave de venta al por mayor y menor de bisutería, fantasía y parafernalia.
A una manzana de distancia estaba, como hoy, la sede de Vistazo, en Aguirre. Y hacia el sur, a cuadra y media, la central de Concentración de Fuerzas Populares, la organización política entonces liderada por mi tío abuelo Assad Bucaram, y que pocos años después llevaría a la presidencia a Jaime Roldós, mi papá.
Si esa azotea de los tanques de agua, donde mis hermanas, mis primas y yo hacíamos picnic, con dulces mandados a comprar a un empleado de mi abuela a La Palma o al Saloncito, nos parecía el paraíso, era en parte porque Clemente Ballén 365 era, directamente, el epicentro del mundo. Un mundo que nos provocaba fundamentalmente miedo, rechazo y seducción.
Hoy vivo de vuelta en un segundo piso, con una vista privilegiada hacia el sur y parte del centro de la ciudad. Y algunos de mis rumbos siguen siendo similares a los de ese entonces, por calles que a veces parecen haberse detenido en el tiempo, a pesar de tanta oleada, parcial y enana, de regeneración, desarrollo y progreso.