La puerta está abierta

Luis Boloña

Estoy sentado en una mesa junto a un ventanal que me permite apreciar la inmensidad de un mar que no conocía, pero que hoy me rodea. Desde el barco en donde estoy hospedado alcanzo a ver el primer puerto de destino. Lo desconocido se revela frente a mis ojos como un secreto que me cuentan poco a poco y más me intriga.

No planifiqué estar aquí, pero estoy. Como alguien que, aún perdido, se siente a salvo.

“Perderse, una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, ido, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja”.

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No planifiqué estar aquí, pero estoy. Es la vida que se empeña en mostrarme que sus planes casi nunca son los que planeo. Que mis supuestos, mis deducciones, mis cálculos probabilísticos y mis deseos se rinden ante algo más grande. Algo que me empuja a perderme en la incertidumbre, en la novedad, e incluso en el caos, y me arroja por sorpresa a donde yacen las dudas que me conducen a preguntas para las que no siempre tengo respuestas.

“Perderse es ser capaz de sumergirse en la incertidumbre y en el misterio. Y no es acabar perdido, sino perderse”.

“Kusadasi” aparece en letras gigantes sobre un cerro, a la orilla del mar, invadido de pintorescas casas. Ahí está aquella ciudad turca que hasta hace pocos días desconocía. La “isla de los pájaros”, dice un japonés cerca de mí, haciendo referencia al significado del nombre.

Desembarco en Kusadasi y después de veinte kilómetros de recorrido en un bus donde se mezclan diferentes idiomas, llego a las colinas del monte Bülbül (Monte del Ruiseñor), y empiezo una fila que, si bien, avanza a una velocidad tolerable, es lo único que me separa de aquella pequeña casa de piedra que logro ver a la distancia. Es la casa donde la Virgen María vivió sus últimos años, el lugar donde San Juan la exilió para protegerla de la persecución después de la crucificción de Jesús.

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Le pido permiso a María para entrar a su casa. Ingreso por una de las dos aberturas de aquella casa de piedra y la atmósfera cambia al instante. Las fotos están prohibidas en el interior. Quiero captar con mis ojos todo lo que ven, pero ellos no bastan.

Entonces lo respiro. Entonces toco las piedras en un intento de coincidir con algún rincón en el que ella haya puesto sus manos para que algo de su santidad me penetre. Tomo dos velas, dejo dos euros. Quiero quedarme, pero hay mucha gente esperando entrar.

A la salida enciendo las dos velas junto a muchas otras que ya arden. Esas dos velas representan a Luisana y a Santiago, pero también a todos los que llevo siempre conmigo, a los que están y a los que se han ido.

Más adelante me encuentro con una fuente de agua, con la que lavo mi cara, y con una larga pared invadida de miles de deseos escritos por los peregrinos. No escribo, no pego ningún papel, tengo la certeza de que ella sabe mejor que yo lo que necesito.

Compro un café turco y me despido así de aquella colina sagrada para continuar en ruta hacia Éfeso.

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Llego a Éfeso y la antigua ciudad grecorromana me deslumbra a primera vista. Mientras más la recorro, más me sumerjo en el tiempo: sus calles, mosaicos y templos me hacen imaginar cómo era la vida. El templo de Artemisa del que hoy quedan solo ruinas. El Gran Teatro en donde hasta veinticinco mil personas pudieron participar de obras dramáticas, asambleas públicas y hasta luchas de gladiadores. La avenida de mármol flanqueada por columnas y restos de tiendas. La Biblioteca de Celso, una de las joyas del mundo antiguo, de majestuosa fachada, con inmensas columnas en donde posan cuatro estatuas alegóricas que representan la sabiduría, la virtud, la inteligencia y el conocimiento.

Algo me atrapa en estos restos de biblioteca. Intento leerla. Intento mezclarme con ella. Ahora toco estas columnas procurando llevarme algo de la sabiduría que sostuvo este lugar. Me detengo a descifrar cómo eran los nichos de madera que almacenaron hasta quince mil pergaminos para convertirla en la tercera biblioteca más grande de la antigüedad, después de la de Alejandría y la de Pérgamo. Estoy extasiado por la belleza del conocimiento.

Emprendo mi regreso al puerto llevando conmigo lugares, sonrisas, imágenes y sensaciones, que no imaginé. En el barco, desde el piso diecisiete, la caída del sol enmarca un día tan inesperado como inolvidable.

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Quizás la vida me trajo a Kusadasi para mostrarme a dónde me puede llevar cuando me pierdo, cuando suelto el control del que suelo aferrarme para engañarme con una seguridad que solo existe en el imaginario de un ser que vive haciendo proyecciones.

Aun así, me resisto a dejar de calcular y, aun así, esa fuerza más grande insiste conmigo. Agradezco que no se rinda ante un

testarudo como yo, que continúa aprendiendo que la vida es un laberinto -de una sola salida- en el que nos perdemos precisamente para encontrarnos.

“Dejar la puerta abierta a lo desconocido, la puerta que da a la oscuridad. Es ahí donde vienen las cosas más importantes, de donde venimos y también hacia dónde iremos”.

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“La luz nos muestra cosas previsibles. En esa oscuridad están el tiempo y el infinito”. Hoy por aquella puerta entré a Kusadasi y entré a lo imprevisible. ¿Qué vendrá mañana? No lo sé, pero la puerta está abierta.

Quizás la vida me trajo a Kusadasi para mostrarme a dónde me puede llevar cuando me pierdo, cuando suelto el control del que suelo aferrarme para engañarme con una seguridad que solo existe en el imaginario de un ser que vive haciendo proyecciones.

Aun así, me resisto a dejar de calcular y, aun así, esa fuerza más grande insiste conmigo. Agradezco que no se rinda ante un

testarudo como yo, que continúa aprendiendo que la vida es un laberinto -de una sola salida- en el que nos perdemos precisamente para encontrarnos.

“Dejar la puerta abierta a lo desconocido, la puerta que da a la oscuridad. Es ahí donde vienen las cosas más importantes, de donde venimos y también hacia dónde iremos”.

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