Opinión

La “soledad” de las mujeres

Los femicidios de dos turistas argentinas han puesto en el ojo del huracán a Montañita, estigmatizando prácticas de vida, como corresponsables de los crímenes, lo cual reproduce la criminalización de las víctimas por el sólo hecho de ser mujeres y viajar “solas”.

En mi infancia, en los años setenta, Montañita ya era un mito del desenfreno. Sus placeres parecían sobre todo al alcance de la pequeña y la gran burguesía, estratos de donde salían los hippies tardíos de un país pos colonial lastrado por la desigualdad y la injusticia, y al cual las tendencias llegan cuando ya no lo son en otros contextos.

Pacifistas para adentro, articulados por su legítimo derecho a la micro subversión contra el tedio de sus familias conservadoras –aun cuando consistiese apenas en una diminuta alucinación marihuanera–, pero temerosos de renunciar a los privilegios de su status, su escasa vinculación y nulo impacto macro político (no en el sentido de la búsqueda del poder, sino de la conciencia social) probablemente contribuyó a cristalizar a Montañita como un enclave crepuscular californiano en Sudamérica, un oasis para algunos, los amantes del surf por ejemplo, y un infierno para otros.

En relativamente poco tiempo, Montañita pasó de ser un símbolo de la relajación de las normas a un sobre demandado centro turístico hipertrofiado por el consumo, cuyo signo más patético fue el de un desbordamiento cíclico de sus aguas servidas.

Junto a la vía a Samborondón, colmada de campos de concentración más o menos lujosos, ideados para los descendientes de los primeros viajeros a Montaña; y el Mausoleo de Eloy Alfaro en la Asamblea de Montecristi, que consagró al patriarcado como forma de gobierno; Montañita está desde hace tiempo en mi lista de los lugares más espantosos del Ecuador.

Lo digo advirtiendo lo minoritarias que son mis filias y mis fobias: las dos veces que he estado en París me he sentido en una gigantesca escenografía de Walt Disney; y la Capilla del Hombre me parece una catedral al ego y la demagogia de Guayasamín y su marca. Pero bueno, el turismo suele ofrecer no sólo ilusiones ópticas y sensoriales, sino también ideológicas.

Nada de lo anterior, empero, niega que en Samborondón, París o Montaña vivan, trabajen y vacacionen personas buenas, y también regulares y malas. Los recientes femicidios de dos jóvenes turistas argentinas han puesto en el ojo del huracán a Montañita, amenazando gravemente la economía de su población, y estigmatizando prácticas de vida –nos gusten o no, igual de legítimas a las que priman en otras comunidades–, como corresponsables de los crímenes, lo cual reproduce la criminalización de las víctimas por el sólo hecho de ser mujeres y viajar “solas”.

Mucho se ha escrito ya sobre esta peculiar noción de soledad, pese a toda la evidencia que muestra a las fallecidas viajando precisamente juntas. En primera instancia esa ceguera que las ha visto “viajar solas”, en este contexto, significa en realidad “viajar sin hombre”, es decir: sin centinela, sin guardián, sin padre, sin carcelero o patrón.

María Fernanda Ampuero escribió un artículo en la web de Revista Anfibia donde, tras evocar el silencio cómplice con que una típica familia latinoamericana acalla el recurrente estado de sitio que viven las mujeres desde su más tierna infancia, citaba una provocadora convicción de la heterodoxa feminista Camile Paglia: la violación es un hecho que asecha a todas las mujeres del mundo, no sólo por ser tales, sino por atreverse a caminar por él. Así, “si te violan, límpiate el polvo y sigue caminando”. Por supuesto que en medio habrá que exigir justicia, por estos y otros crímenes.

Entre otros fantasmas que miran con cierto estupor al Facebook está el espectro de José Tendetza, uno de los líderes indígenas asesinados en el contexto de su enfrentamiento con las mineras chinas que literalmente gobiernan territorios ecuatorianos, con la misma violencia con la que los patriarcas machistas invisibilizan los cuerpos de las mujeres, las violan y asesinan.

Difícil pedir justicia en un país donde la falocracia no sólo contamina a las instituciones y a la realidad con premeditación, alevosía y ventaja, sino con la torpeza propia de un adolescente incontinente.

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