Opinión

La Ley de Cultura y la década perdida

Habría que archivar el actual proyecto, y generar otro, por supuesto que en un entorno democrático.

Hay una urgencia de amigas y amigos de la izquierda posmoderna o del siglo XXI, vinculada todavía al Gobierno, a que “el sector Cultura” empuje la aprobación de la Ley que, desde 2008, Alianza PAIS prepara sin mucho éxito. La ecuación es asombrosa y a la vez reiterativa, en cuanto confunde, como en todos los frentes y reformas impulsadas por el correísmo, democracia y debate con socialización del sometimiento y la disciplina.

Es como si tuviéramos que aferrarnos a un clavo ardiente que en muchos casos nos invisibiliza: en el ámbito específico de la creación artística, las grupalidades son absorbidas y refundadas bajo el maná ministerial, asambleísta y capitalista del siglo XXI, de “industrias culturales”. Por supuesto que hay una serie de aspectos de nuestro quehacer que tienen una dimensión industrial: pero ello no supone la adscripción acrítica de un modelo donde el arte y la cultura, en definitiva, se contemplan como negocio y mercancía transaccional.

El último borrador conocido de la Ley reproduce la ambición y dimensión mastodóntica de la, por otro lado, sistemáticamente violada, trasquilada y manipulada Constitución de Montecristi. La Ley de Cultura o Culturas tendría que ser una muy escueta, de pocos y muy concretos artículos, que permitan generar otras con más tiempo y especificidad. Patrimonio Cultural es un universo que merece una ley aparte, y lo mismo ocurre con las artes, me atrevo a decir, incluso, que con cada disciplina.

Esto se conecta con un NO rotundo a un Instituto de Artes “general” como el que Alianza PAIS plantea, donde nuevamente cada una de esas disciplinas será “un subcomponente”. Eso sería replicar o reproducir otro Ministerio, tan ineficaz, aguado e híper centralizado como el actual. Habría que tender a institutos autónomos, ya sea como el amplio INAEM de España, donde se reúnen artes escénicas y musicales, o bien como el súper específico Instituto del Teatro de Argentina. Ninguno de estos referentes es perfecto, pero su estructura es mejor que la aquí planteada.

Llegados a este punto, vale una autocrítica a los artistas y actores culturales, que hemos sido incapaces de aglutinarnos en algún órgano de representación eficaz que, respetando nuestras diferencias, puede dialogar horizontalmente con el Estado. En ese aspecto sí entiendo la desazón de funcionarias y funcionarios surgidos de la gestión independiente. Ocurre, como decía Christoph Bauman, que la lucha por la supervivencia cotidiana no nos deja mucho espacio para hacernos cargo de estas cosas. Es un círculo vicioso difícil de romper.

Por otro lado, respecto al famoso “Sistema Nacional de Cultura” y a los también famosos “elencos y compañías nacionales”, la crítica de Arístides Vargas: ¿qué es lo nacional y quién lo define, en un país plurinacional?, puede resolverse pragmáticamente en una articulación donde se privilegie lo local. Independientemente de los colores de los partidos que gobiernen cada ciudad o provincia, es en esa relación cercana y próxima donde puede tener sentido esa difusa noción de “políticas culturales”.

Por supuesto que todo lo dicho significa un cuestionamiento nuclear a la organización actual del Estado, su centralismo, su presidencialismo y su concentración falocrática. Pero bueno, de eso se trata abordar el orden de la Cultura, y no la mera santificación de las lógicas de las “industrias culturales” y la vigilancia estatal como únicas posibilidades de fecundar y problematizar el arte y la cultura “del siglo XXI”.

Habría que archivar el actual proyecto, y generar otro, por supuesto que en un entorno democrático. Desgraciadamente, dicho esto desde la óptica del tiempo y los recursos invertidos y dilapidados, Enrique Ayala Mora tiene razón, en lo mismo que pedimos en estas páginas ya en 2009: una nueva Constitución. Nunca he creído que ella sea la panacea, pero está claro que con la actual la democracia no es posible. Perder no está mal, lo malo es no asumirlo ni cambiar. 

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