Opinión

Espectros en campaña (1)

El Partido Socialista Obrero Español fue dejando de ser socialista, obrero y español, casi en la justa medida de lograr que los poderes reales de Europa y el capitalismo le permitieran alternarse en las riendas de la administración pública con el conservador Partido Popular, mutación democrática formal del franquismo.

En su larga travesía hacia la indiferenciación con su némesis, el PSOE ha debido dar absolutamente la espalda a su propia militancia, reservándose sus barones (en nuestro lenguaje criollo: caciques regionales) la interpretación de las esencias de su condición de “partido de Estado”.

Gracias al PSOE Mariano Rajoy será investido presidente, literalmente, con total impunidad, en medio de juicios comunes que desnudan la transformación de su partido en una trama para la corrupción institucionalizada.

Los defensores de la ignominia, entre ellos diario El País y la Conferencia Episcopal española, usan las sagradas escrituras además de la gobernabilidad para santificar el crimen: en un país donde ediles y diputados de otros partidos también han vendido sus votos y conciencias a favor de las burbujas inmobiliarias y publicitarias, ¿quién arroja la primera piedra?

También en aras del poder el Partido de los Trabajadores de Brasil pactó en su día con los representantes de las empresas que años después defenestrarían a Dilma y arrastrarían por el fango al que ellos contribuyeron a llevar a Lula. Considerado durante años una especie de Mandela latinoamericano, Lula en realidad emulaba al rey Juan Carlos en su papel de traficante de influencias número uno de los emporios transnacionales y estatales de su país.

Tras nacer como alianza anti neoliberal entre priistas marginados, socialistas y comunistas de viejo y nuevo cuño, y organizaciones de la sociedad civil, el Partido de la Revolución Democrática funciona hoy como un clon del PRI y el PAN, y las divergencias entre los tres principales partidos mexicanos se explican menos desde la cuestión programática que desde la lógica de una guerra de mafias en pos de conquistar el territorio, esto es: la protección y trasiego de los lucrativos tráficos de drogas, armas y personas.

Frente a estas realidades, los travestismos políticos de Jimmy Jairala o Ramiro González parecen felonías de poca monta, pero comparten una demanda y una constante: la demanda de no caer en el cinismo, propio del desencanto de la izquierda, ante la centralidad de la corrupción en el statu quo capitalista; y el problemático peso del viejo axioma maquiavélico del fin y los medios, aun desde una perspectiva meramente infraestructural. El acercamiento de Paco Moncayo a una organización que solo puede desacreditar la precaria coherencia de su candidatura, dada la colaboración del “Centro Democrático” con Alianza PAIS y sus derivas de corrupción y atropello, se explica en cambio por una necesidad concreta y material de su campaña: dotarse de redes y recursos en la determinante provincia del Guayas, donde la Izquierda Democrática, incluso en su edad de oro, fue generalmente un fantasma.

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