Opinión

Diálogo y futuro

El diálogo, liberal, nos guste o no, tendrá que fundamentarse alrededor de los valores del laicismo, la desconcentración del poder y la inequidad.

Ecuador no es Venezuela ni Argentina: la dispersión ha sido el signo de nuestro engranaje político a lo largo de nuestra historia, y la última vez que se pergeñó una alianza transideológica, capaz de aglutinar a secretarios de Febres-Cordero, demócrata-cristianos y social-demócratas cansados de los liderazgos medievales de Borja y Hurtado, caciques costeños del PRE y viejos intelectuales jubilados de los sueldos del Partido Comunista Soviético, esa Alianza se apellidó PAIS, y de la mano de Rafael Correa ha sido una de las peores pesadillas de nuestra historia.

No es exageración: la de Correa ha sido una férrea dictadura emanada de las urnas y de la voluntad de cambio de una sociedad altamente lastrada y golpeada por la inequidad, hasta el punto de haber hipotecado su futuro a un proyecto neofascista de relevo oligárquico, sustentado en un falso patriotismo que nos emancipó relativamente del FMI y nos postró ante China y el más brutal y descontrolado extractivismo.

Así, en rigor, lo que nos hace falta no es una gran alianza entre todas las oposiciones ecuatorianas para derrotar en 2017 a los sucesores de Correa, sino algo todavía más grande, un compromiso nacional de los partidos y movimientos políticos para desmontar el Estado controlador, centralizador y corrupto consagrado constitucional e institucionalmente durante los despóticos años del correato. Se entiende que la desconfianza, ante ciertas procedencias más o menos gangsteriles, sea enorme.

Pero eso no evita que el esperpéntico resultado de la convocatoria al diálogo de al menos una parte de la dirigencia de Pachakutik terminase siendo tan frustrante. Hace años que las organizaciones indígenas se deben a sí mismas una autocrítica radical que les permita salir del circuito vicioso racismo-desconfianza, sobre todo en el contexto de la tradicional dificultad de la izquierda para llegar a acuerdos ya no digamos con la derecha, sino consigo misma, a menos que esos sectores utilicen y manipulen gravemente no solo a las instituciones republicanas de la democracia liberal, sino incluso o sobre todo sus propias banderas revolucionarias, casos Lucio Gutiérrez primero y Rafael Correa.

Más allá de las derivas estalinistas o castristas, a las que se podría oponer toda una historia de críticas y heterodoxias, que irías desde Rosa Luxemburgo hasta precisamente los originales movimientos indígenas latinoamericanos, Pachakutik y la CONAIE se deben a sí mismas, pero también a sus electores no militantes, entre los que me he contado varias veces, un profundo ejercicio de autocrítica. Reiterar el argumento de la traición por parte de las ya señaladas tentativas autoritarias, y proyectar sus espectros sobre las posibles traiciones futuras, cierra por completo la posibilidad de un diálogo que no solo puede ser frontal, sino que resulta inevitable.

El daño producido por Alianza PAIS ha sido estructural, sus escombros seguirán cayendo sobre las cabezas de nuestros nietos y bisnietos. Pero, al mismo tiempo, el correísmo existía antes de Correa y lo sobrevivirá, ganen o no las elecciones sus sucesores. Se trata de una manera de entender el poder, de una manera de entender la política y de una manera de entender la cultura, es un dogma religioso que aúna a Stalin y al Opus Dei.

El diálogo, liberal, nos guste o no, tendrá que fundamentarse alrededor de los valores del laicismo, la desconcentración del poder y la inequidad. Puede que lo que salga esté más cerca de una social democracia convencional, y lejos de la utopía revolucionaria del pasado. En una de esas el quiebre consista en plantear la mera posibilidad de la justicia, precisamente lo que hoy menos existe.

 

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