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La muerte política

sábado, 12 agosto 2023 - 10:49
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Resulta muy difícil aceptar que Ecuador ya no es la isla de paz que fue durante mucho tiempo. Es emocionalmente complejo pensar que ese pequeño lujo de ser un territorio en relativa paz —algo que por años nos enorgullecía a los ecuatorianos—se está perdiendo, está ardiendo frente a nuestros ojos. Con el asesinato de Fernando Villavicencio, nuestro país entró en la lista de países que han fallado en cuidar a sus líderes y que han pagado caro por eso. La muerte política trae consecuencias mucho más profundas y duraderas que la muerte natural —de por sí dolorosa, hiriente. El asesinato de líderes ha sido una estrategia de vieja data del narcotráfico que tiene dos objetivos: eliminar a quiénes son incómodos y asfixiar a los liderazgos honestos. Con ello, la delincuencia organizada se transforma, por obra y gracia de sus propios delitos, en un ‘actor político’. Y con eso, acumula más poder.

La historia ha demostrado que la eliminación de figuras políticas es un detonante de violencia que permea rápido y tiene consecuencias fatales, pues ¿qué es una sociedad civilizada, sino una que puede canalizar angustias, esperanzas y rencores por vías organizadas como, por ejemplo, la elección de un presidente?

Ecuador hoy vive una zozobra social de dimensiones preocupantes. El hambre y la desigualdad aumentan, la falta de oportunidades laborales y de vida llevan a miles a buscar el futuro fuera, en las condiciones más adversas. Hay, en suma, una crisis profunda que se traduce en una desesperanza colectiva que, a su vez, aumenta la presión en una olla que necesita desfogue. Una y otra vez la historia nos ha mostrado que esas ollas no se apagan sin más, sino que terminan desfogando por algún costado. En esa medida, liderazgos como los de Fernando Villavicencio hoy o Agustín Intriago ayer canalizan la presión, le dan tratamiento y tienden a apaciguarla. Por eso son tan importantes, porque si ellos no están, el crimen actúa. Ellos, bien organizados y fondeados, sí saben cómo catalizar el descontento social, sobre todo en las clases populares, donde el hambre campea.

El asesinato político es gravísimo porque implica eliminar una ruta democrática, para darle terapia a las necesidades sociales. Los delitos contra figuras políticas que no son bien investigados derivan infectan a la sociedad de rencor y violencia. En la Colombia de los años noventa se dieron tres magnicidios en cola, a meses seguidos. Galán, Jaramillo y Pizarro cayeron porque presentaban una visión de país que no se alineaba al paramilitarismo y al narcotráfico. Por eso, era mejor deshacerse de ellos y, con ello, de la oportunidad de la sociedad de canalizar institucionalmente sus problemas y aspiraciones. Eliminarlos era eliminar esa esperanza. Y eso solo profundizó la violencia porque la presión social aumentó y las rutas de desfogue se cerraron.

Por todo esto, el asesinato de Fernando Villavicencio debe llamarnos poderosamente la atención como sociedad y el Gobierno debe entender que uno de sus más altos objetivos nacionales consiste en la protección de los candidatos y candidatas, con medidas reales: escoltas profesionales y de alta confianza, autos blindados, esquemas probados. Esta es una garantía para la paz y a la subsistencia del mismo proyecto de sociedad que tenemos.

Que la paz y serenidad que todos le deseamos a los seres queridos de Fernando Villavicencio se traduzca, rápido, en paz para el país. Ha sido la forma más trágica y dolorosa de pasar a ser excandidato.

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