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Simón Espinosa Cordero

Devuelvan los sánduches

jueves, 23 mayo 2019 - 12:16
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    Los Siete Magníficos: Dávila, Hernández, Félix, Macas, Mendoza, Trujillo, Zavala enfundaron sus pistolas y se dirigieron al centro  del pueblo de los Quitus.
     
    Iban a entregar sus armas transitorias, y a  pasar revista de sus combates para liberar la villa  tomada por malandrines. Iban a rendir homenaje  a Yul Brinner Hernández, por buen pistolero, por  buen camarada, por el ascenso a general, por vencedor en la guerra contra los nipones del sur. El  evento iba a tener lugar en Cofiec.
     
    Una veintena de idólatras del dios Rafa se habían apostado en las afueras del edificio Cofiec, bajo  la luz de un tibio sol, a la hora canónica de nona.  Eran las tres en punto de una tarde cruel y bruta.
     
    Un anciano de noventa años y ocho meses de  lunas y serpientes se dirigía al mismo lugar en la  avenida Patria. La patria de Correa, de Pedro Delgado y de los ochocientos mil dólares regalados a  Duzac, el cambalachero argentino.
     
    -“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que  traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador. ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo  un burro que un gran profesor”. Cambalache, siglo  Rafa. Cambalache, siglo Boys and Girls Scouts.  Cambalache caso Pedro el Sinvergüenza.
     
    Y a la vera del camino, el cadáver de María Fernanda Luzuriaga, ejecutiva del Banco Cofiec y denunciante del caso Duzac, supuestamente, asesinada por la mafia carondeña en la Simón Bolívar a la  altura del puente de Guápulo, donde desde entonces están tocando a duelo las campanas del olvido.
     
    El anciano entraba a Cofiec. Se topó de manos  a boca con la plebe correísta. -“¡Julio Cesar Trujillo,  vago, ladrón, devuelve lo robado!” grita, regrita  y vomita una arpía, toda chispa en los ojos, todo  furia en la voz, todo babas en la glándula pineal.
     
    Y la turba repetía: - “¡Julio Cesar Trujillo, ocioso,  vago, ladrón, devuelve lo robado!” Y un galarifo  con título de tercer nivel perifoneaba: “¡Julio Cesar  Trujillo, vago, ocioso, devuelve lo robado!”.
     
    Acompañaba al anciano el lojano Walter Mera,  alto, blanco, rubio. Y la arpía se desgañitaba repitiendo: - “Gringo, qué haces aquí. Regresa a tu país”.
     
    Perdió la paciencia el anciano, tomo su bastón  y enfrentó a la arpía: - “Mama Lucha, devuelva los  sánduches”, le dijo, y al darse la vuelta, sintió en su  clavícula derecha el golpe de un huevazo, lanzado  por la arpía, pícher del equipo de baseball del barrio de la Libertad.
     
    Esta escena bochornosa fue la gota de agua que  derramó el vaso del hemisferio cerebral derecho de  Julio César Trujillo, un hombre que jamás hizo mal  a nadie, un hijo que jamás se avergonzó de que su  madre usara bolsicón, un buen pastor.
     
    En menos de un año, en compañía de sus seis  magníficos, Julio César puso las bases para un  Ecuador honesto. “Ya pasa el cortejo. / Señala el  abuelo los héroes al niño. / Ved cómo la barba del  viejo/ los bucles de oro circunda de armiño”.

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