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Punto de quiebre

lunes, 11 noviembre 2019 - 02:48
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    Los últimos eventos han  desconcertado a muchos.  El péndulo tradicional se ha  convertido en un trompo  sin dirección cierta. Los analistas,  han usado litros de tinta, kilómetros  de papel y toneladas de frases para  llevar el agua a su molino ideológico.
     
    La repentina oleada de violencia y  vandalismo despertó fantasmas ya  olvidados en la memoria colectiva.  Los odios y las pasiones, amortiguados por los fracasos de los regímenes  totalitarios, han despertado nuevamente el fanatismo y la intransigencia en amplios sectores de disímil  pensamiento. Nuevos elementos se  han añadido al panorama: migraciones dudosas, dinero sucio dispuesto  a financiar cualquier revuelta, líderes  obsesionados por el poder que no  se resignan a perderlo, y una ideología fracasada pero reencauchada  por algunos foros subversivos es el  telón de fondo.
     
    Los populismos se  revelaron más eficaces que los proyectos serios, gracias a liderazgos  de claro corte fascista, expertos en  lograr el poder por sorpresa y mantenerlo por asalto. El siempre eficaz  recurso de alentar el descontento ha  logrado crear huellas muy hondas  en un entramado social conflictivo y frágil por sus falencias. En el  pasado, la revuelta tenía un significado profundo, de defensa de las  libertades frente a la imposición y  la prepotencia. En el presente, esta  curiosa rebelión la provocan presidentes y expresidentes que quieren  perpetuarse a pesar de la voluntad  de la mayoría.
     
    Por todos los rincones del planeta, la insatisfacción, la  pobreza y la ignorancia se convierten en detonantes de una minoría  cansada de remar contra corriente.  En América Latina, los populismos  están de moda. Son el atajo al poder  y a la riqueza. Finalmente, la mayor  concentración de dinero está allí, en  manos del Estado. Es en donde se  controlan los recursos, los ingresos  y los grandes contratos, así como la  contratación de los adherentes a la  causa del presidente de turno. Los  grandes servicios públicos, la salud,  la educación dependen de una burocracia politizada y cómoda, acostumbrada a lograr beneficios cada vez  mayores a cambio de servicios cada  vez menores.
     
    Hay por supuesto un  mensaje en las protestas. Un mensaje duro y claro. Es el hartazgo ante la  codicia sin límites, la desvergüenza  y la impunidad. Es el reclamo ante  la marginación y la desidia, ante la  incapacidad de generar soluciones  de fondo ante la creciente carestía  de la vida, ante las promesas incumplidas de políticos más interesados  en su lucimiento personal que en  soluciones integrales para el país que  aspiran gobernar. Ante eso, una minoría perfectamente organizada en  sus metas ha pretendido imponer  el caos y su voluntad a una mayoría  incoherente, dividida por un barniz  ideológico y carente de una visión  pragmática ante la realidad.
     
    Hay  que asimilar el mensaje. El gobierno  ecuatoriano perdió credibilidad, autoridad y disciplina en la última asonada. Es su obligación recuperarla  con decisiones firmes y atinadas. ¡La  institucionalidad está en juego! 

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