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La chicha de los recuerdos

lunes, 6 marzo 2023 - 10:55
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    La chicha de la tía Rosarito era prohibida para los chicos. Eso te chuma, alertaba mamá, pero a escondidas la tía nos la hacía probar.

    Desde hace años tomo kéfir de agua en ayunas, a mi panza le hace bien. Para cumplir con la prescripción médica de tomar avena cruda, también en ayunas, decidí ponerla en esa bebida, así no daño mi jugo de naranja, pensé. Pero ¡oh sorpresa! De pronto, y con una felicidad inexplicable, me reencontré con la chicha de la tía abuela, con su sabor agridulce, con su olor ácido que trajo a mi memoria el árbol de guanto que estaba en la mitad del patio de piedra de la vieja casona, frente a la plaza de Santo Domingo, en mi Latacunga, árbol al que también era prohibido acercarse porque si lo hacíamos nos podíamos volver idiotas como la huasicama, decían. Aquella mujer chiquita y regordeta que parecía ser una sola pieza con la piedra de moler. Aquella que temíamos por su sonrisa desdentada y sus uñas enormes. Esa que se había quedado dormida debajo del guanto y se había despertado así: sonreída e idiotizada, decían.

    Me acordé también de un montón de viejos amables y querendones que al verme exclamaban ¡me muero, qué flaca! De esos viejos tíos dos destacaban por su humor y simpatía: el Curco Ribadeneira y el tío Antuco. El Curco ni era tío ni se llamaba curco, pero así le decían por la enorme joroba que lo encorvaba hasta parecer una C que caminaba, hablaba y era el generoso y eterno proveedor de bombas de Carnaval y entradas para el circo. Que era hijo de una noble quiteña, decían; que lo botó por ser hijo del pecado y por su joroba, decían; que lo recogió la Michita Terán, la abuela de mi papá, decían.

    El tío Antuco en cambio era alto, erguido, narizón y sí era tío. Tío abuelo, pero daba igual porque al momento de decir cosas divertidas y de cantar canciones pícaras, cuando la chicha se le había subido a la cabeza, era un tío genial. Ya chumado cantaba y nos hacía cantaren coro una canción que ahora sería prohibidísima: “Un zapatero celoso le dijo a su mujer si yo te pillo con otro, te tiro con el tirapié. Te tiro la lezna, te tiro el martillo. Te tiro los clavos, también el cepillo. Le pego a tu madre, le pego a tu tía.Que se vaya al diablo la zapatería”.

    El ritmo era pegajoso y la letra tan machista como aquella de:“Cuando la perica quiere que el perico vaya a misa, se levanta madrugando y le plancha la camisa”.

    Día a día el kéfir me trae un nuevo viejo. De pronto recordé al matusalén de los tíos que ni era tío ni tenía buen humor: El “Taita Vega”, marido de la tía Rosarito. Ella era una cuarentona guapa que se había casado madurita, decían. El viejo arrastraba las patas, ya ni salía de su cuarto pero molestaba como mosco en sol. La tía le había colgado al cuello un pito que él soplaba insistente.

    ¿Cómo puede caber tanta memoria en un pequeño vaso de algo parecido a la chicha? No sé, pero la ilusión de tomar mi pócima mañanera para seguir recordando, para seguir levantando a tanto muerto que me cuenta historias, me gusta mucho.

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