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La tierra de la furia

martes, 16 febrero 2021 - 11:40
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    Por Inty Grønneberg
     
    Casi dos siglos han pasado desde que, en nuestro pedacito de tierra, ahora conocido como Ecuador, su gente, junto a pueblos hermanos libró batallas para lograr la independencia del yugo español. Una vez que logramos la libertad, vino la parte más jodida: como administrar por cuenta propia la naciente república, transformada hasta la médula luego de varios siglos de ocupación. Culturalmente hablando, nos convertimos en esa sociedad pluriétnica y multicultural, sin embargo, el Estado y sus sistemas, mantuvieron estructuras coloniales. La reinvención y el mejoramiento continuo no fueron posibles a la velocidad que demandaba el país. 
     
    Fruto de esa falta de definiciones y en algún punto quizás, esa ausencia de solidez en la estructura de gobernanza de este país generó los primeros elementos para que seamos una tierra de escasez para las grandes mayorías y acumulación para unos pocos. Con el tiempo, esa insolvencia económica de las clases populares se tornó en miseria, y esta a su vez en hambre y muerte. La desigualdad, siendo la evidente falla del estatus quo, se volvió norma, dando un poco de alivio emocional a los que podían vivir acomodadamente. Nos convertimos así en una nación en donde se institucionalizó la pobreza; el pobre no tiene porque quiere, o como resultado de la vagancia, según la “sabiduría” de los quintiles más altos. 
     
    Con el transcurrir de los años, la brecha social fue el terreno fértil en el cual los políticos sembraron los discursos de igualdad en ciertos casos, pero en muchos otros, del populismo y la demagogia. Desde entonces, el rencor de muchos por vivir en una sociedad desigual y de pocas oportunidades se transformó en odio, el cual se esparció rápidamente en toda la población: alguien debía ser el culpable de los problemas del país y de seguro era quien menos comprendíamos. Así, la causa de todos los males para los pobres eran los ricos, y viceversa. La dicotomía de la razón no se quedó solo en los estratos sociales, sino que permeó hacia otros clivajes: la iglesia versus el laicismo, el agricultor en contra del hacendado, la ruralidad y su alejamiento a la urbanidad. Nos convertimos así en la tierra de la furia. 
     
    En la actualidad y en medio del periodo electoral, en donde se maximizan muchas de las fibras colectivas, podemos percibir claramente que no hemos cambiado. Quienes, por años, y muchas veces con razones justificadas, se quejaron amargamente de la persecución y el odio del gobierno anterior, tristemente se han ahora convertido en difusores del rencor. Ahora son lo que antes juraban combatir. 
     
    Lo más complicado en un país históricamente polarizado es entonces buscar consensos y tender puentes. Puesto que se recibe odio de las dos esquinas. Aún así, eso es lo que este país requiere, necesitamos madurar como nación, dejar los odios a un lado y buscar terreno común que nos permita sacar a este país adelante. No hay excusa para no permitirnos esa oportunidad, hubo pueblos que hasta luego de guerras sangrientas tuvieron la capacidad de perdonarse y progresar. El discurso del odio venga de donde venga, es lo que debemos ignorar. 
     

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