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Te extraño

Llegué a Ecuador en el año 1996, solo sabía una cosa de Guayaquil y fue suficiente para decidir que iba a ser el lugar de todos los posibles.

3 marzo 2023 - Opinión

A los 17 años me armé de valor y le anuncié a mi papi que quería salir de la casa y vivir mi propia vida. Al terminar mi pequeño monólogo mi padre me dijo: “No hay problema, ¿Cuándo te vas?”. De repente, sentí el peso de mi declaración y tuve que contestar con mucha seguridad: “¡El próximo lunes!”.

La realidad es que tenía más sueños que planes. No sabía a dónde ir, seguía en el colegio y no tenía dinero para darme el derecho de soñar con otra vida. Empecé a trabajar en París, me gradué, entré a la universidad y seguí laborando. Fui mesero, pasante en un ministerio, luego en un periódico y en un canal de televisión, entregué pizzas a domicilio, probé productos y remedios para marcas y poco tiempo antes de viajar a Ecuador tuve la oportunidad de trabajar en la librería Fontaine en el distrito 16 de la capital.

A diario recibía las novedades del día y me llevaba un ejemplar para leer en el metro de regreso a mi suite de nueve metros cuadrados. Me hice adicto a los libros y cuando un autor me gustaba me aventuraba a leer todas sus obras. Descubrí las novelas “noires” de James Ellroy, “Jazz” de Toni Morrison, “el camino” de Jack Kerouac y “Bella del Señor” de Albert Cohen. Me enamoré de la vida y de “las confusiones de los sentimientos” de Stefan Zweig. De los franceses me fascinaban Le Clézio, Modiano y Ernaux. Me dejaba convencer con las primeras novelas de talentos fabulosos. Leer me hacía feliz y libre de tener opiniones que podía compartir con los clientes.

Después de preguntarles acerca de sus gustos, les presentaba el libro que les iba a cambiar la vida. Regresaban, me pedían más. Gente de todas las edades me tenían como el tipo que leía y sabía detectar las perlas literarias. Así hice amigos entrañables, se quedaban a charlar conmigo, sentía que tenía el oficio perfecto. Un día una señora mayor, con una clase infinita, se me acercó y me pidió la novela “La desaparición” de George Perec, un clásico francés cuya originalidad es que el autor logró escribir una novela entera sin publicar la letra “e”.

Pocos días después regresó y me dijo: “¿Si tuviera que llevar un solo libro de esta librería, cual me recomendaría? Sin vacilar le contesté “Carta de una desconocida” de Zweig. La mujer se sonrió. “¡usted es muy joven para disfrutar de una novela de amor tan intensa!”, me contestó con algo de ternura. Se despidió y desde ese día no pasó un día sin que ella visitara la librería.

Cada día la esperaba como si fuera la garantía de un día de éxito. La señora había leído tanto que cada una de sus anécdotas o recuerdos era una novela más. Empezó a preguntarme acerca de mi vida, de mis sueños. Le conté que me iba a Ecuador para hacer mi servicio militar en la Alianza Francesa de Guayaquil. De repente su cara se congeló y su mirada se nubló de nostalgia. No habló más y se despidió con un pequeño movimiento de la cabeza.

Pasó una semana hasta que la volviera a ver. Me invitó a un café. Eran las 11 de la mañana y me contó la historia más linda, intensa, incorrecta y romántica que ni el propio Zweig hubiera podido imaginar. Después de unos preámbulos forzados me dijo: “Sébastien, siempre creí en el amor pero como un sentimiento inalcanzable. Estuve casada 30 años con un hombre brillante pero solitario y egoísta. Cuando se enfermó de los nervios se encerró en su cuerpo y nunca más nos volvimos a comunicar. Lo acompañé y lo cuidé hasta su muerte. Un año antes de su partida empecé a conversar con un hombre que había conocido en la visita guiada del museo del Louvre. Teníamos la misma edad y los mismos gustos por el arte y la literatura. Era simpático y respetuoso, sabía de mi situación pero no pudimos dejar de hablarnos desde ese día.

Cada noche me llamaba y desarrollamos palabras-códigos para decirnos cosas que solamente nosotros podíamos comprender. Él buscaba palabras tan inspiradoras como lejanas y cuando nos veíamos en persona me indicaba el sentido real que se escondía detrás de sus descubrimientos. Un día me dijo que iba a terminar cada conversación conmigo con la palabra “Guayaquil”. Lo miré tiernamente y le pregunté: ¿Qué quiere decir Guayaquil? Y me contestó entre suspiros: Te extraño”.

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