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OÍDO

viernes, 24 julio 2015 - 07:09
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Quedan lejos los estruendos de los cañones desde La Planchada en el siglo XVII y los gritos de los carboneros en las calles de una incipiente Guayaquil. Hoy, la Perla del Pacífico vibra a su ritmo y cada día se inunda de un sinfín de sonidos.

El suave eco del río se confunde con los gritos de los vendedores en las calles que ofrecen de todo. ¡Loteríaaaaa!, ¡Maduro asado, lleve su madurito!, corviches, agua, dulces, colas, fotos instantáneas...

En cada rincón de la ciudad, los sonidos mutan. El día es una orquesta donde las melodías se enfrentan.

Los pitos, las llantas de los autos, la voz de algún evangelizador en el parque Centenario, las palabras soeces de los conductores, las sirenas de las ambulancias.

Los maullidos de los gatos sin dueño, los niños jugando, los peloteros gritando un gol.

Viento y río. Tráfico y comercio. La suma ellos podría agobiar a cualquiera, pero para los guayaquileños se han convertido en una sinfonía cotidiana.

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