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Así reclutan las bandas a los jóvenes vulnerables en Esmeraldas: "Del grupo sales cuando ya estás muerto”

viernes, 18 noviembre 2022 - 19:34
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Más de medio millón de ecuatorianos de entre 15 y 24 años no trabajan y no estudian. Son fáciles presas de grupos violentos. La situación es más grave en la zona urbana. En las ciudades donde el Estado estuvo ausente, como en Esmeraldas, el reclutamiento es el pan de cada día y va de la mano con el aumento de indicadores de violencia.

"Del grupo sales cuando ya estás muerto”. La voz de Manuel es ronca, como la de un hombre envejecido antes de tiempo. Tiene 21 años, pero ha visto el abandono y la muerte tantas veces que ya perdió el miedo. Que él no pertenece a ninguna organización, “no sé de qué vaina me habla”. Pero el tatuaje dice otra cosa.

Se encuentra en un lugar de Esmeraldas, olvidado por el Estado, por las autoridades y los políticos que solo aparecen en tiempos de campaña, para pedir el voto.

Dejó el colegio y no supo qué hacer, desde pequeño sintió que no servía para nada. Lo más cercano que ha tenido a una familia grande y unida es el grupo. Algunos tienen un tatuaje similar al que él se hizo. Quienes no pueden costear la placa reciben el apoyo de otros, miembros más experimentados, que para conseguir dinero extorsionan a algún dueño de negocio y le cobran la “vacuna”.

Carlos, de 18, está a poca distancia. Nervioso e irritable, abre los ojos como si hubiera recibido un anuncio desconcertante. No sabe dónde está su padre. Su madre lo abandonó de muy niño y vive con familiares en Esmeraldas. No sabe en qué trabajar y del colegio lo suspendieron hace años por malas notas. Quienes lo conocen dicen que recién empezó a “consumir hierba” y que si continúa consumiendo tendrá que trabajar para alguien del grupo para recibir la dosis.

“No, no pertenece ahora, pero es seguro que vaya por ese camino”. Sus familiares lo echarán de la casa cuando se percaten que está consumiendo. Tiene primos más jóvenes, y es posible que pronto sea considerado una mala influencia para ellos.

A Marco, de 16, lo reclutaron porque creció entre la calle y el mercado. Cree que sus padres murieron, o al menos eso le dijeron. Creció bajo el cuidado de familiares que lo maltrataban; apenas siguió los primeros años de la escuela. Aprendió a sobrevivir cargando costales de frutas y apenas tuvo posibilidad huyó de esa casa. El grupo que lo acogió es como su sangre, dice, y por ellos está dispuesto a dar la vida, algo que puede ocurrir en cualquier momento, como ya ha pasado con un conocido suyo, que murió muy poco tiempo después de salir de la cárcel de Esmeraldas.

Le gusta ver los videos en los que aparecen algunos miembros del grupo rapeando, muestran armas, joyas de oro macizo en el cuello y billetes de cien dólares a manos llenas. Aspira a ser como ellos, pero todavía tiene que pasar por algunas pruebas. Ya juró lealtad en un ritual que no va a poder olvidar. Esa noche se sintió acogido y aceptado. Tuvo que ingerir alcohol y cargar el arma antes de prestar el juramento. Sabe que pronto será puesto a prueba, cuando tenga que vender pequeñas dosis en paquetitos. Si pasa le enseñarán a disparar. Solo entonces estará listo para la prueba final. Disparar a la persona que le señalen, sin dudar ni equivocarse.

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NINIS COMO CARNE DE CAÑÓN

Más de medio millón de ecuatorianos, de entre 15 a 24 años, no estudian ni trabajan, según datos oficiales del INEC. Esto representa algo más del 18 por ciento de los jóvenes de ese grupo de edad, a nivel nacional. Los investigadores sociales hablan de los Ninis, pero esta expresión no refleja la complejidad del problema.

La cifra es superior en el área urbana. Y si se analizan los datos por ciudades, aunque en Quito el número absoluto es mayor (casi 63 mil jóvenes), el porcentaje en Guayaquil es mayor que el promedio nacional: equivale a más de un quinto de la población juvenil. Esmeraldas está invisibilizada, no aparece en los conteos oficiales.

En Esmeraldas la cifra de pobreza extrema representa el doble del promedio nacional. El narcotráfico no es la causa, sino la consecuencia de un problema estructural, que se explica en la falta de oportunidades y en el abandono total del Estado ecuatoriano. Esto se expresa en que sea la zona más violenta del país, hay 44 muertes por cada 100 mil habitantes, tres veces más que el promedio nacional.

“En Esmeraldas hay un estallido social. Está claro que cuando no hay Estado, aparecen los estados paralelos. Tenemos los peores índices en educación, salud y empleo, solo en un indicador Esmeraldas está ganando, es en la cifra de muertes violentas por cada 100 mil habitantes”. Quien así habla es José Antonio Maeso, misionero católico, nacido en Burgos (España) en 1969, y afincado en la provincia esmeraldeña desde 2006.

El padre Maeso es el capellán de la cárcel de esta zona. Pero además trabaja con sectores vulnerables y participó en el proceso de pacificación de las pandillas y naciones que arrancó en 2007, con el proyecto Nación de Paz. Como parte de su metodología de trabajo usa marionetas y títeres. Entre ellos está Pazita, un personaje que representa a una mujer afrodescendiente, que simboliza la resiliencia y la lucha del pueblo esmeraldeño.

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Maeso refiere que dos años de pandemia agravaron la situación en la zona, “la educación es gratuita, sí, pero era necesario tener Internet”. Por falta de derechos y abandono del Estado aumentaron las oportunidades en la economía ilícita. Esto no es nuevo, aunque cambiaron los actores. Algunos jóvenes encontraron la manera de sobrevivir en este circuito.

“El problema es sumamente complejo, acaba viéndose en las hojas y no en las raíces. Hay una violencia estructural, intrafamiliar, en la pandemia ha generado un problema de salud mental. El tejido social se viene rompiendo desde años anteriores. Quien tiene hambre y no tiene plata, piensa en el hoy y no tiene la opción de pensar en el mañana”.

El misionero advierte que Esmeraldas, Carchi y Sucumbíos nunca tuvieron frontera con Colombia, sino con las FARC. “Esto no es un fenómeno nuevo, pero hay otros actores. Antes eran los carteles de Colombia. Ahora son organizaciones distintas”. El contexto pospandémico terminó por modificar el escenario. “Quien crea que todo está bien, que venga a poner una tiendita y trate de abrirla hasta las seis de la tarde. Quienes han sido víctimas por años de una estructura de exclusión social ahora se han convertido en victimarios. En este sentido, la sociedad está recogiendo la cosecha de lo que sembró por mucho tiempo y que responde en primera instancia a la responsabilidad del Estado, que simplemente estuvo ausente”.

La única salida posible, advierte, es la justicia restaurativa por parte del Estado. Que la población acceda a agua potable, a servicios que garanticen una vida digna, con oportunidades. “Necesitamos ir sembrando pequeñas semillas de esperanza y de paz, para reconstruir el tejido social”. El pueblo esmeraldeño, explica el misionero, es alegre, festivo y resiliente. “Debemos reconstruir el tejido social desde lo micro”.

UN PROYECTO (VIOLENTO) DE VIDA

El investigador de Asuntos Educativos, Milton Luna, del Contrato Social por la Educación, cree que los fenómenos están íntimamente relacionados. “En 2017 hicimos un estudio sobre el aumento de los jóvenes que no estudian ni trabajan, hallamos efectos dramáticos en términos de la serie de repercusiones psicológicas, como depresión, se podía hacer cierta relación con el tema suicidios. A raíz de la pandemia las cifras se incrementan”.

Afirma que hay un número creciente de jóvenes desplazados del mercado laboral y del sistema educativo, que son vulnerables al reclutamiento por parte del crimen organizado, especialmente en zonas donde esta actividad está en franca expansión. “Se configura un escenario, un grupo de chicos en alto nivel de vulnerabilidad, en sectores más deprimidos económicamente, pueden ser reclutados para el engrosamiento de las bandas del crimen organizado”.

Las cifras que sustentan su argumento parecen darle la razón. En datos oficiales a 2022 de la CIDH, hay más de 36 mil privados de la libertad. En su mayoría, hombres. Más del 40 por ciento son jóvenes. Del grupo de privados de la libertad, el 70 por ciento alcanzó solamente educación básica, es decir, no logró continuar sus estudios. “Surge una gran interrogante, lo que pensábamos quienes investigamos el tema es que cuando alguien es expulsado del sistema educativo siente que se acaba su proyecto de vida. Lo confirmamos en la investigación que hicimos en 2017. La nueva hipótesis sugiere que este vacío que se produce en los chicos, por falta de un proyecto de vida, sería llenado por otro, un proyecto ligado a todo lo que le ofrece el crimen organizado”.

Una cultura influenciada por el estereotipo de una vida llena de lujos y placeres, que no ahonda en el riesgo y el peligro de vivir al margen de la legalidad, propicia este fenómeno.

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No olvidemos que la pandemia expulsó a más de 250 mil jóvenes del sistema educativo nacional. Para Luna, no es menos decidor que, según cifras de Unicef, más de la mitad de jóvenes de 15 a 17 años no tiene interés en incorporarse al esquema educacional. Muchos encuentran acogida, “en espacios plagados de una serie de rituales que impresionan a los más jóvenes”.

Luna ha investigado los efectos de las políticas estatales que, a partir de 2010, impidieron el acceso a la educación universitaria a miles de jóvenes ecuatorianos. “Durante el complicado proceso, los bachilleres y sus familias experimentaron situaciones que los llevaron a construir un tejido de tensiones y sentimientos: frustración, indignación, incertidumbre, por no saber qué hacer con su vida”, según la investigación “Políticas de Exclusión de la Revolución Ciudadana en el Acceso a la Universidad”, publicada en el libro “Las Reformas Universitarias en Ecuador, 2006-2016”.

CUMPLIENDO ÓRDENES

“Hay que recuperar la capacidad de relacionarnos y conocernos, los jóvenes que participan en estos grupos reciben la orden de hacer un trabajo, el trabajo es matar una persona a la que no conocen. Cuando conocen a la persona es un poco más complicado que le hagan algo”, según Nelsa Curbelo, mediadora de conflictos y escritora de la paz, durante un conversatorio virtual.

Sin embargo, parte del problema es la realidad penitenciaria. “Lo primero que hay que lograr es una tregua, el Gobierno no está en control de las cárceles. No todos caen por drogas ni consumen, pero al llegar a ese espacio entran en vulnerabilidad y corren peligro tanto ellos, como sus familias”.

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“¿Cómo puede ser que haya plata para concertinas y vallas en las cárceles, pero no hay un centavo para medicinas? Nos quejamos de la violencia que ejercen los detenidos, pero el Estado también ejerce violencia, como si los seres empobrecidos fueran descartables”, advierte Maeso, quien es capellán de la penitenciaría de Esmeraldas.

En un sitio, no muy distante de la cárcel, se encuentra Marisela, de 21 años. Espera saber qué pasa con su novio, de 23, que cayó preso. Ella teme admitirlo, pero desde que él se integró a un grupo violento (lo supo cuando miró el tatuaje que se había hecho), él reacciona con furia cada vez que ella lo confronta. “Le pedí que se separe, pero él solo se quedó mirando el piso y me respondió que no era posible, que de eso no se sale con vida”.

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