Cuando el clima no perdona

En Cañar, una provincia reconocida por su agricultura, hoy cultivar y cosechar es cuestión de suerte. Allí el cambio climático no es una fábula.
Nicole Landín Jurado
En la provincia de Cañar, los efectos del cambio climático se han hecho presentes en la pérdida de cultivos y alimentos para la población indígena de la zona.

En Cañar, una provincia reconocida por su agricultura, hoy cultivar y cosechar es cuestión de suerte. Allí el cambio climático no es una fábula.

Nancy Bermejo tiene 38 años y vive en El Tambo, un pequeño cantón en la provincia del Cañar donde el campo es el centro de sus vidas. Allí trabajar la tierra es como respirar. Por generaciones, los habitantes de esa zona han cultivado papa, maíz, fréjol, haba y un sin número de granos. De hecho, es conocido como ‘el granero del Austro’. Bueno, era.

“Los granos ya no se pueden guardar porque el calor atrae a las plagas, y la papa, que antes se conservaba en la tierra, ahora se pudre por el exceso de lluvia. Vamos a tener problemas para alimentarnos por el cambio climático”, asegura esta mujer, que es una de las 29 integrantes de la Asociación de Productores Agro-ecológicos Sumak Mikuna.

Para ella, el calendario agrícola, que es el instrumento que usan los agricultores para identificar el momento ideal para sembrar, ya no sirve. “Hoy no sabemos si un día llueve moderadamente o de manera torrencial; o si hará sol. Antes se sembraba por épocas y se rotaban los cultivos. Hoy son inviernos más largos al igual que épocas de sequía”.

No es un problema menor para una provincia donde más de la mitad de sus 300 mil habitantes se dedica a la agricultura. El impacto del cambio climático, con variaciones de temperatura y precipitaciones (lluvia), provocó en los últimos años que los mismos agricultores se alejen de esta práctica y la reemplacen por la ganadería.

DON SANTIAGO MAINATO es una de las personas que cambió las labores agrícolas por la ganadería. Con la incesante escacez de agua perdió varios de sus cultivos.

Algunos grupos como Sumak Mikuna intentan rescatar la tradición de la zona. Crearon esta organización con la intención de elaborar productos con sus cultivos. Ahora producen barras energéticas a base de amaranto que venden en ferias abiertas. “Hasta el momento no pudimos ingresar a tiendas o supermercados, ni tampoco se han acercado desde los gobiernos para quizá incluirnos en los programas de alimentación escolar”.

Jorge Ormaza Andrade, coordinador general de la Universidad Católica de Cuenca, explica que el cambio climático afecta principalmente a los cultivos porque la temperatura del suelo cambió por los gases de efecto invernadero. Es decir, la tierra se sobre-calentó, y por ende, se generaron zonas áridas donde ya no se puede cultivar. Y en los pocos lugares donde aún se puede hacer trabajo agrícola, necesitan altas cantidades de químicos para aguantar; ya no solo se usa abono natural como antes.

“Los agricultores de la zona del Cañar han perdido grandes cantidades de dinero por esta situación. Con las nuevas temperaturas de la tierra no hay una productividad suficiente y al perder eso, los agricultores buscan nuevas formas de subsistencia ya que no son personas que cuenten con respaldo económico”, señala.

IMPACTO AMBIENTAL

Según la información recogida en la Estrategia de Cambio Climático en Cañar por el Consorcio de Gobiernos Autónomos Provinciales del Ecuador, los riesgos climáticos en la agricultura afectan hasta 30 parroquias de la provincia en las categorías “moderado, alto y más alto”. Ninguno de estos lugares está en bajo peligro de sufrir las afectaciones.

Gerardo Valdéz es técnico ambiental del Gobierno Autónomo Descentralizado de la parroquia Honorato Vásquez. Cree que la escasez de agua es el problema más crítico de la zona, ya que con eso los habitantes se ven obligados a ocupar más áreas verdes.

Antes esta parroquia contaba con cuatro vertientes de agua y ahora solo les quedan dos con un flujo mínimo para abastecerse. Como no hay agua para regar los cultivos, la ganadería es la mejor alternativa para lograr ingresos pese a que se obtienen muy bajas ganancias por cada litro de leche: entre 36 y 40 centavos.

“Por disponer de una mayor cantidad de ganado o porque no les alcanza la hierba, los campesinos avanzan hacia los cerros y eliminan pajonales como un método de supervivencia”, asegura el especialista. Los pajonales captan el agua de la lluvia y del ambiente, lo filtran y lo sueltan frecuentemente hacia las tierras bajas. De esa manera los agricultores reciben agua para sus cultivos.

Al no poder usar el calendario agrícola, quienes trabajan la tierra quedan a la suerte del clima. En Cañar es común ver cultivos dañados,como en la foto, donde se ven secos y negros.

Pero esta escasez de agua no es un problema aislado. A casi 20 minutos de Honorato Vásquez se encuentra otra parroquia de Cañar llamada Iza Vieja, una zona manejada por la Organización Indígena Campesina Tucayta. Ellos trabajan en el suministro de sistemas de riego para suelos y manejan un sistema regional de agua potable para las comunidades.

Desde hace 10 años, los efectos del cambio climático son notorios: antes tenían un caudal de agua disponible de 700 u 800 litros por segundo en la captación del río; ahora en verano esa cantidad bajó a 50 litros por segundo, que no abastece ni siquiera para mojar el canal de riego y mucho menos para alimentar los terrenos.

Para contrarrestar estas épocas de sequía en la provincia, es muy común la creación de micro reservorios. Los agricultores almacenan líquido durante el invierno para subsistir en épocas de verano. Aunque pareciera que esto sería una solución y terminaría con los problemas, no es así.

“Los reservorios de agua nos ayudan mucho pero con el movimiento de tierra se generan trizaduras y filtraciones en la parte baja. Por lo tanto, al desbordarse el agua, existen grandes deslizamientos de tierra. Vivimos con miedo de que todo se venga abajo”, señala Enrique Poma-villa, presidente de la Organización Tucayta.

RESERVORIOS. En el área de influencia dela Organización Tucayta cuentan con 800 micro reservorios de agua que sirven para regar el cultivo en las épocas de sequía como verano.

Además, por las altas temperaturas, en la zona de influencia de la Organización Tucayta se dan incendios forestales en la parte alta (páramo). El último incidente ocurrió hace dos años: se quemaron cerca de 500 hectáreas de páramos y pajonales. Son casi 8.000 personas afectadas con los problemas del cambio climático.

PERDER TRADICIONES

La insuficiencia de agua, los problemas ambientales y los bajos precios de producción junto al incremento poblacional de Cañar, solo les ha dejado una opción a sus habitantes: migrar. Por ejemplo en la zona de Iza Vieja, casi el 60 por ciento de sus habitantes se fueron a España, Estados Unidos e Italia.

Hoy su población es mayoritariamente de adultos mayores y mujeres. Es decir, a las familias de las parroquias de Cañar las sostiene principalmente las remesas de los migrantes. Quienes siguen la tradición agrícola lo hacen en pequeños espacios.

Una de estas historias es la de Santiago Mainato; tiene 77 años y siempre ha vivido en Cañar. Su padre fue peón de hacienda y le enseñó a trabajar desde los cinco años. Su amor por el campo se lo siente al verlo, pese a su edad, con vitalidad al levantar las hojas secas de maíz para alimentar a sus vacas.

También tiene cultivos, aunque no es nada comparado a lo que sucedía antes. Él y su esposa son parte de las personas afectadas por el cambio climático: sus cultivos de cebada, trigo y maíz se pierden por el brusco cambio de temperatura.

Por eso decidieron compartir su terreno con la ganadería y hacerlo solos: sus hijos no están vinculados a esta actividad que forma parte de la herencia de su familia. Don Santiago habla bajo y con voz entre-cortada cuando se le pregunta por sus hijos.

“Están casados o en otros sitios; no tienen interés en trabajar la tierra”. Tiene nueve hijos; solo tres viven en Cañar pero se dedican a otras cosas. ¿Les heredará sus tierras?, se le pregunta. Don Santiago no se engaña: “Sí, pero lo más seguro es que las vendan”.

En resumen, las generaciones más jóvenes buscan abrirse camino en otras profesiones o incluso en el extranjero, lejos de lo que en algún momento era una tradición que no podía perderse: la cultura indígena y la labor de campo.

EN LAS ALTURAS. María Chimborazo visita a diario sus cultivos en la zona montañosa de El Tambo. Varios de sus sembríos se perdieron; en la foto junto a las arvejas que sembró y que ya no sirven.

“Ya ni la ropa que usamos quieren ponerse”, dice Nancy Bermejo, de la Asociación Sumak Mikuna. Es un problema también creado por los mismos padres, quienes reconocen que “por querer que nuestros hijos nos superen, estudian algo distinto a esta actividad”, dice la propia Nancy. Otros le echan la culpa a los avances tecnológicos. “Ahora quieren ser youtubers”, agrega decepcionado Enrique Pomavilla, de la Organización Tucayta.

DESIGUALDAD

En la Sierra Centro del Ecuador, la fuerza laboral agropecuaria es femenina. De acuerdo a una serie de documentos técnicos elabora-dos por la Fundación ACRA, junto a la Unión Europea, las mujeres, niños y personas adultas son los que sostienen la producción de los sistemas de agricultura familiar campesina. Una realidad que muchas veces no cuenta con el debido reconocimiento.

En Cañar específicamente, las productoras pertenecen a familias indígenas marginadas y con altos índices de pobreza y asentadas en zonas rurales alto andinas del páramo. El estudio también señala que las mujeres dedican en promedio 23 horas más por semana que los hombres al trabajo no remunerado.

Por eso es que este segmento de la población en específico es altamente vulnerable a los efectos del cambio climático. “El nivel de instrucción de los agricultores es muy bajo y el índice de analfabetismo rurales uno de los más altos del país, sobre todo en mujeres rurales.

Las lluvias extremas hacen más vulnerables a las mujeres por la baja escolaridad, empleos más precarios, menor acceso a tierra, agua, crédito y tecnología que los hombres”, se detalla.

Francisca Granda es una de las mujeres que ha sufrido estos problemas. Ella pertenece a la Asociación Sumak Mikuna; cultiva y vende amaranto, hortalizas y quinua. El exceso de lluvia provocó que pierda su cosecha de la temporada y quede a expensas de la ayuda de sus compañeras.

Lo mismo sucede con María Chimborazo Patiño, de 65 años. Vive en la Cooperativa Semilla de la Esperanza, una zona montañosa a las afueras de El Tambo. Llegar a sus tierras es un trayecto de varios minutos. Ir en carro es un riesgo: en el camino puedes quedarte enterrado. Tiene un pequeño terreno donde “se pudrió todo, las arvejas, papas y choclos”, explica.

Su rostro no denota enojo; pareciera resignada. “En algún momento no vamos a tener agricultura en la zona”. Casos como los de Francisca y María son cada vez más frecuentes en esta comunidad. Pero la desigualdad es otra de sus luchas constantes.

COMERCIO. Una de las alternativas para generar ingresos en Cañar es la elaboración de productos orgánicos. Por la falta de oportunidades, las mujeres buscan crear emprendimientos a base de sus cultivos.

Pese a que las mujeres son las que pasan más tiempo en el campo y son el sustento de sus familias, aún no se cumple la equidad de género en oportunidades. Por eso necesitan trabajar entre ellas para conseguir precios justos por sus productos.

“No nos sentimos satisfechas, sufrimos más pero para nosotras nuestros huertos y animales son como nuestros hijos. Si no les damos el seguimiento necesario, se enferman, están decaídos o mueren. El campo no conoce de horarios ni de tiempos libres”, menciona Nancy.

A Alexandra Calle, de 30 años, le sucede algo similar. Hace ocho años salió de Azogues y llegó a la parroquia Honorato Vásquez, en Cañar. Desde ese momento se vinculó a la agricultura. Hoy con sus plantas y cultivos produce distintos productos: aceites esenciales, champú, ja-bones, entre otros. Pero el cambio climático la tiene contra la pared.

“En esta zona no hay mucha vegetación ni bosques nativos donde se puedan alimentar de la lluvia”. Debe regar agua constantemente al día para no perder sus cultivos.

Si bien el cambio climático afecta a todos, en las grandes ciudades hay salidas. En el campo no. Las historias de Nancy, Alexandra, Francisca y todos los entrevistados muestran una realidad oculta para muchos, y poco importante para otros: en el campo, el cambio climático se siente más. Se siente en la vida presente y en el futuro de una población que ve en la tierra el origen de su vida.