#NoMásImpuestos

Alberto Acosta-Burneo

Durante el correato vivimos un promedio de tres reformas tributarias por año con el objetivo de financiar una costosa farra. Las recaudaciones tributarias, incluyendo contribuciones a la seguridad social, subieron aceleradamente consumiendo en 2018 el equivalente a una cuarta parte de la economía (hasta 2017 representaban una quinta parte). Una década más tarde, nos dicen que al gobierno no le alcanza la plata. Es hora que entendamos que aumentar impuestos destruye bienestar y hace daño a la economía.
 
El mayor engaño de nuestro tiempo es pensar que el gasto público tiene un efecto “multiplicador” que mágicamente permite generar bienestar. Esta creencia supone erróneamente que el consumo es el que impulsa a la economía. Que para que la economía prospere solo se requiere que el Estado eleve su gasto, aumentando la demanda del resto de productos. Sin embargo, la realidad es más compleja.
 
Para que el Estado consuma, primero debe quitar recursos, vía impuestos, a quienes generan riqueza en la sociedad: los emprendedores. El gasto público adicional reduce el ingreso disponible de los ciudadanos, y por ende, baja su nivel de inversión y consumo. Este sacrificio realizado por los ciudadanos no será compensado por el aumento en el gasto público.
 
El gasto público adolece de un síndrome de ineficiencia crónica. Al no poseer la guía de las utilidades/pérdidas, los políticos deciden qué obras hacer bajo criterios no económicos. Es decir, ignorando los deseos más urgentes de los ciudadanos y los usos más eficientes de los recursos escasos. Es así que, problemas tan simples como la capacidad instalada en una refinería no pueden ser resueltos satisfactoriamente. El resultado es el despilfarro en instalaciones subutilizadas, por ejemplo: en el complejo gasífero de Monteverde, refinería del Pacífico, planta de licuefacción de Bajo Alto, hidroeléctrica Coca Codo Sinclair, y un largo etcétera.
 
Al aumentar los impuestos para incrementar su gasto, el gobierno reduce el ahorro de los ciudadanos y limita su inversión. Menos inversión restringe la capacidad de expandir la producción. Contrario al argumento de los promotores del estatismo, no es el consumo el que impulsa la economía, sino el círculo virtuoso de ahorro e inversión productiva. Solo cuando existe ahorro, mediante el sistema financiero este puede convertirse en inversión, ampliando la capacidad de producción. Aumentar la producción implica contratar más servicios y personal lo que, a su vez, impulsa el consumo.
 
No hay atajos al paraíso. Para generar una sociedad de bienestar debemos impulsar el ahorro y la inversión productiva. Superemos la creencia de que el gasto público produce un mágico efecto “multiplicador”. La realidad es que a los políticos gastadores nunca les alcanzará el dinero. Si no limitamos el tamaño del Estado y su gasto desbocado, ¡terminarán comiéndonos a impuestos!