CANCHIMALERO

Recuerdo que el nombre me llamó la atención, me parecía bastante peculiar: "Canchimalero" ¿Qué significará? Me pregunté.
Manuel Avilés
Tengo la certeza de que pasarán otras décadas más de visitar este acogedor lugar, cuyo nombre ya no me resulta peculiar como en un principio, hoy forma parte de mi léxico cotidiano cuando me refiero a mis lugares favoritos de Ecuador y el mundo.

Estaba en Loja en el año 2004 cuando lo oí por primera vez. En aquella época era profesor de la Universidad Técnica Particular de Loja, la institución tenía un programa de misiones que invitaba a los alumnos a pasar una semana como voluntarios en comunidades de escasos recursos económicos en Ecuador.

Solicité que me envíen a esta comunidad al norte de Esmeraldas. ¿Por qué Canchimalero? Les aseguro que no fue sólo por el nombre, sino también porque tenía pendiente convivir y documentar a la comunidad afro del Ecuador. Ya había convivido con los shuaras de Morona Santiago y pasé largas jornadas junto a montubios en el campo costeño, entre otras comunidades que tuve la dicha de conocer. Pero necesitaba un pretexto para involucrarme con este alegre pueblo, especialmente con la gente del norte de Esmeraldas, en donde muchas de sus tradiciones se mantienen casi intactas en la actualidad, imagina cómo era a 18 años cuando los visité por primera vez.

Lo interesante es que, por un inconveniente, no pude ir en la semana de misiones, después de haber hecho el curso de preparación y haber viajado a Loja para unirme al grupo de voluntariado. Pero no iba a desperdiciar la oportunidad de entrar a este pueblo, pero no como turista. Dos días después estaba viajando por largas horas para pisar Canchimalero y pasar el día ahí.

Recuerdo que llegué a la ciudad de Esmeraldas después de viajar toda la noche desde Guayaquil. La manera de dar con el pueblo era a la antigua, como dicta el refrán: "preguntando se llega a Roma". Así di con un camioncito que estaba techado y tenía los asientos de madera atrás, más conocida como "La Chiva", de esas que escasamente se ven en el campo y en las que se viajaba sobre el techo cuando el interior estaba lleno.

Un camioncito techado conocido como “chiva” me llevó hasta La Tola. Foto tomada en 2004.

Como era temprano, el vehículo iba repleto de niños que se dirigían a la escuela. Tras varias horas de camino -y no en sus mejores condiciones- llegué a La Tola, la carretera acababa allí, pero el viaje continuaba en lancha hasta el cantón Eloy Alfaro, más conocido Limones. Todo era tan folclórico, me parecía surreal, como sacado de un cuento de esos que llevan el nombre ‘realismo mágico’.

Hace casi dos décadas en esta parte de Esmeraldas solo había afrodescendientes, mujeres preparando bolones, concheros gritando, un niño sentado sobre decenas de racimos de verde, montañas de cocos secos... Lo observaba todo al ritmo de la salsa de Joe Arroyo que sonaba lo más alto posible; sentado en una vereda junto al muelle, esperando que salga la lancha de turno, disfrutando y fotografiando la escena.

Empezó el embarque, y los gritos empezaron a retumbar en la gigante canoa. Luego te das cuenta de que no gritan, así hablan, fuerte y alegre. A los pocos minutos ya estaba inmerso en un asombroso viaje por una serie de laberintos de manglar, nada más y nada menos, que los de Majahual, los más altos del mundo.

45 minutos nos tomó llegar a Limones desde la zona continental, ahora debía zarpar hacia Canchimalero, un apéndice de esta pequeña ciudad ubicada a un extremo de la isla, al cual se llega en pocos minutos cruzando un estero en lancha.

Recuerdo que hacía mucho calor, la humedad era tal vez más fuerte que Guayaquil en sus días más calientes. Me tocaba encontrar a los misioneros que habían llegado días antes, y no fue difícil, solo había que ver a decenas de niños siguiendo a un grupo de jóvenes.

Ese día me metí a las casas de los lugareños, comí su comida, jugué con los niños, reí y me di cuenta que había encontrado un paraíso, un lugar mágico, o más bien, un lugar con gente mágica. Al final de la tarde tocó el retorno. Ya habría oportunidad de regresar, y vaya que he regresado, más de 45 veces.

Don Manuel es el último pescador de vela que queda en Canchimalero.

LA PRIMERA NAVIDAD

Regresé ese mismo año, en Navidad. En el primer viaje que hice conocí al padre Teo, un sacerdote colombiano, a quien le conté que solía pasar la Navidad en Yaupi, en la provincia de Morona Santiago y donde fui misionero con los shuaras, pero que esta vez quería hacerlo con la gente de Canchimalero.

- Tú avísame en qué fecha vienes y yo te ubico

- ¿Y con quién coordino la entrega de juguetes y ropa?

- Eso se encargan las matriarcas del pueblo, ellas son sabias

Esta última frase que dijo el cura Teo se quedó conmigo, las matriarcas del pueblo “son sabias”.

Regresé a Canchimalero en Noche Buena, llevando juguetes y ropa. Como una Navidad no está completa sin chocolate, preparé una olla de chocolate caliente para todo el pueblo. En ese momento apenas vivían en la isla alrededor de 100 personas, entre niños y adultos.

Recuerdo que me gané el apodo de “El Chocolatero”, que hasta hoy escucho en cada visita que les hago, cuando me quieren llamar. Imaginen ese día, 24 de diciembre, 6 de la tarde, mientras todos en la ciudad corrían por los regalos, las cenas y por qué lucirían a las 12 de la noche, yo estaba jugando 40 con Fausto, Leopoldo y Manaba frente al mar. En ese momento pensé que había encontrado el lugar ideal para pasar muchas más navidades.

Y así, casi sin darme cuenta, han pasado casi 20 años de visitas constantes a este lugar, en donde conocer a esta gente ha sido mi mayor recompensa. Muchos de esos niños con los que jugaba o fotografiaba, hoy son padres de familia y créanlo que verme en las mismas escenas de hace años, pero ahora con sus hijos -ya sea jugando fútbol en la playa o ayudándolos a subir el palo encebado- es un poco difícil de describir.

Aunque Canchimalero parece ser una isla de tránsito, pues mucha de su gente pasa unos años ahí y luego migra a otras comunidades -en especial los jóvenes-, debo decir que hay cinco protagonistas que hacen que cada visita sea como volver a casa, mi comadre Nacha, mi compadre Leopoldo, Tocaya, Manaba y la Tía Lili, y no solo conmigo, sino también con mis decenas de amigos que alguna vez me han acompañado.

Son de los que no me fallan con su llamada en cada cumpleaños, de los que cuando llego a su casa y abro la refrigeradora para ver qué me les puedo comer (basta con que diga “quiero un ceviche de conchas, un encocado de langostinos o una suculenta menestra con coco”), mandan a correr a algún niño, por lo general Lucas Manuel, mi ahijado, a comprar sus 50 centavos de aceite o a agarrar unas 20 conchas para darme ese gustito. Sin ellos, seguramente, mis retornos no serían iguales.

Lucas Manuel, mi ahijado, cuando tenía meses de nacido. Hoy tiene 13 años.

PUPOS PARA UN SUEÑO

En una ocasión Fernando, un muy buen amigo mío, me dijo “ya estas en condiciones hace rato que debes hacer algo más relevante con tus Canchimaleros”; y tenía razón. Quería cambiar eso, no solo llevar regalos, comida y ropa que siempre me donan para ellos.

Así fue como con la ayuda de varios amigos que siempre han querido mantener el anonimato, ataqué por el lado más fácil de llegar: el fútbol. Qué niño no ha soñado con ser futbolista, y más aún la gente del norte de Esmeraldas, que es de donde han salido y seguirán saliendo muchachos que llenarán las plantillas del fútbol ecuatoriano.

Con Manaba, como le dicen a José Ángel Olmedo, armamos una escuelita de fútbol. La misión era conseguir al menos 20 pares de pupos y unos cuantos balones, misión que definitivamente sobrepasé. Recolectamos al menos 220 pares de zapatos y 60 o más balones, chalecos, conos y uniformes que no sólo han quedado en Canchimalero, sino que hemos podido ir a entregar a Cacahual, Garrapata, El Porvenir, entre otras comunidades de la provincia verde.

Los zapatos y balones de fútbol que recolectamos para llevar a Canchimalero en 2021.

Cuando los niños ya habían entrenado algunos meses, armé el siguiente paso: traerlos a Guayaquil a jugar con algún equipo de la ciudad. Era increíble ver cómo empezaron a ser más disciplinados, puntuales y soñadores.

Era la primera vez que estos pequeños salían de su isla, pisaban un cine, entraban a un lugar con aire acondicionado (como no estaban acostumbrados, les daba mucho frío) y comían pizza, entre otras experiencias que disfrutaron con el asombro que solo de niños podemos sentir.

Llegaron 40, entre niños y adultos. Tuve que acomodar al ejército de Canchimalero mi casa, con colchones por todos lados y aunque algo caótico, fue una experiencia indescriptible para mí y para ellos también, porque quedaron invictos ante el equipo del Guayaquil City.

En 2021 viajamos a Canchimalero con el cantante Daniel Betancourth y mi amiga Yasmin Mier.

Así han transcurrido 18 años ya, visitando este paraíso escondido al norte del país que debe su nombre a las canchimalas, una especie de bagre que ahí abunda, y que está en medio de los manglares más altos del mundo, disfrutando de su deliciosa gastronomía y de su gente. Tengo la certeza de que pasarán otras décadas más de visitar este acogedor lugar, cuyo nombre ya no me resultad peculiar como en un principio, hoy forma parte de mi léxico cotidiano cuando me refiero a mis lugares favoritos de Ecuador y el mundo.