Delegar la gestión

Editorial

En 2007, la inversión pública en la economía era de 31 por ciento y la privada de 69 por ciento. A 2017, luego de 10 años en que las arcas fiscales se inflaron gracias a la bonanza petrolera y el endeudamiento agresivo, el motor de la economía fue el sector público con 58 por ciento de la inversión, mientras 42 por ciento provenía del sector privado. Cuando cayó el precio del petróleo y el financiamiento externo se volvió escaso y muy caro, despertamos a una dura realidad: resulta imposible seguir manteniendo al “ogro filantrópico”, que metió sus narices en todos los ámbitos económicos, con ineficiencia y corrupción.
 
Es indudable que ha llegado la hora de pagar la factura de la fiesta irresponsable, una realidad que no puede discutirse si se tiene sentido común. La pregunta difícil es cómo se desinfla el globo de ensayo creado por la administración del expresidente Rafael Correa. Aunque tarde, se ha cambiado el modelo del endeudamiento costoso con la China y los mercados de capitales, con un crédito con el Fondo Monetario Internacional y varios recursos para necesidades sociales con otros bancos multilaterales de inversión. El cambio de prestamistas exige seguir un programa de ajuste para equilibrar las finanzas públicas. El programa es complejo y traerá descontento pues, entre otras medidas, se demanda disminuir la nómina de empleados públicos, los subsidios y mejorar las recaudaciones tributarias. Aspecto clave también es el destino de las empresas públicas, atiborradas de ineficiencia e imposibilitadas por la crisis de seguir realizando inversiones adicionales. El presidente Lenín Moreno ha dictado el decreto 740 con este propósito. El decreto crea un comité para decidir en cuáles empresas puede delegarse su administración o si se las entrega en concesión.
 
Es la dirección correcta. El Estado ha demostrado ser un pésimo administrador y los servicios ni han mejorado ni han bajado de precio. No obstante, ejemplos recientes de concesiones cuestionadas como son las portuarias, dos de ellas a 50 años sin concurso, hechas por la administración pasada, exigen condiciones básicas para llevarlas a cabo para que ni el Estado ni los ecuatorianos seamos perjudicados por la entrega en administración o concesión de estos activos. La más importante es la transparencia: cuáles son los términos de la delegación o de la concesión. Estos deben ser conocidos y discutidos públicamente, con posibilidades de presentar impugnaciones sobre los posibles adjudicatarios. Estos adjudicatarios no pueden recibir prebendas –como alguna vez ocurrió con la Empresa Eléctrica de Guayaquil, que tenía utilidad garantizada o mercados estatales cautivos– sino venir a competir y con esa competencia ofrecernos mejores y más económicos servicios.
 
Además de la transparencia, quienes integren el comité de decisión deben ser expertos en cada caso, conocer a fondo el mercado y el sector y poder trabajar con plazos reales. Un primer anuncio está previsto para los próximos 30 días. Si muchas de las empresas ni siquiera tienen balances, ¿cómo evaluarlas? Tampoco pueden tener voz determinante personas cuyo único mérito es su cercanía al gobierno. Uno de los éxitos del Consejo de Participación Ciudadana Transitorio fue precisamente que no se debía a nadie y por ello operó con independencia e integridad. En el caso del patrimonio del Estado, que ha sido tan abusado por corrupción y despilfarro, la probidad de quienes lo subasten debe ser superlativa, ausente de toda sospecha. Hay que adelgazar el Estado, pero hay que hacerlo eficientemente y sin la menor sombra de duda.