Los infranqueables

Victor Cabezas

Hubo una pregunta fundamental para que el modelo de democracia republicana se consolide: ¿quién debe someterse a la ley y a las decisiones de los jueces? Aunque la respuesta hoy parece obvia, nos ha costado siglos entenderla y, sobre todo, aplicarla. En las monarquías, el rey no se sujetaba a la ley porque él mismo era la ley y la justicia. Hitler decidió que un grupo de seres humanos no se someterían a los jueces ni al derecho ordinario, sino a un orden especial que los eliminaría. Años después, los dictadores del cono sur decidieron que los militares no estarían vigilados por los jueces comunes, sino por benevolentes tribunales especiales. En el trasfondo de estos sucesos encontramos la conquista primordial de la república democrática: el Estado de derecho que, a su vez, se traduce en que no existen infranqueables. Cualquier persona, sea un político o un ciudadano, está al alcance de la ley y los jueces.
 
Resulta que después de un período en el que convirtieron al Estado en su hacienda personal, algunos caudillos del socialismo del siglo XXI han tenido que enfrentar a la justicia como cualquier persona. Y frente a esta realidad, su mejor respuesta para eludirla ha sido enarbolar la bandera de la “persecución política”. La lista es larga: Así como Correa alega a diario que lo hostigan con procesos para alejarlo de Ecuador y de las elecciones, asimismo Maduro dice que las investigaciones por corrupción que se adelantan en Estados Unidos responden a una lógica de acoso imperial. Lo mismo ha ocurrido con Lula y Martinelli, etc.
 
Hace pocos días, luego de que Ecuador viviera la antesala de un golpe de Estado, algunos asambleístas de la Revolución Ciudadana solicitaron protección a México siguiendo la vieja y confiable fórmula de la persecución política. Ellos sospechaban que la justicia investigaría qué rol jugaron en este octubre negro y, entonces, fieles a la tradición, buscaron recaudo en un espacio inalcanzable para la ley ecuatoriana: Una embajada.
 
Sí, quienes por excelencia deberían estar a las órdenes de los jueces y los fiscales, decidieron unirse al combo de los perseguidos. Huyeron y nos dejaron un mensaje tan contundente como alarmante: Ellos no se someten al Estado de derecho. Ellos, privilegiados y aún poderosos, pueden evadir la justicia bajo el adagio melifluo de la persecución política. Y esa idea es devastadora para nuestra democracia, pues si los más altos referentes de la moral pública pueden escaparse por la ventana, ¿por qué mañana un delincuente común no podría hacer lo mismo? Como ciudadano me duele que ellos, los poderosos, decidan cuándo se someten a la justicia. Me duele que esos políticos entiendan que el Estado solo sirve cuando los enriquece, los envalentona de poder y, a la larga, los perpetúa. Resulta trágico que ese Estado al que juraron servir tenga vedado pedirles cuentas porque ellos son simplemente infranqueables.