Alphabet, miedo o amor

Santiago Roldós

“La escuela nos quita tiempo para nuestras cosas”. Un niño, entre tantos otros, al que la escuela, como suele ocurrir, cercena su imaginación.

Una madre muestra orgullosa los diplomas de su hijo, múltiple campeón de Matemáticas en su región. El muchacho, un anciano de 13 años, oscila entre la melancolía y el terror, sobre todo cuando su madre, extática, le cuelga casi entre lágrimas una medalla de oro, sentenciando: “Y va a ganar muchas más”. En un segundo el chico avizora que su brillante e infeliz futuro quizás se parecerá a su brillante y espantoso presente. La escena transcurre en China, paradigma de la transformación de la escuela en campo de concentración, donde los niños reciben tareas desde el jardín, los padres los fuerzan a aprender a leer antes de los 5 años y las élites pagan millones a escuelas que gradúan bachilleres a los 15, gracias a su sobre explotación y la inexistencia del tiempo libre. Se trata de alcanzar el éxito lo antes posible. Y China es la envidia de la tecnocracia europea, pues encabeza todos los índices PISA, el artefacto de evaluación creado por la OCDE en los neoliberales años noventa para medir la eficacia del sistema educativo en la inserción de los sujetos al mercado mundial, y que desde hace años rige, por cierto, la supuesta evolución educativa del Ecuador.

 Alphabet es un extraordinario filme alemán que documenta la enajenación de nuestra vida desde nuestra más tierna infancia. En educación todo está literalmente al revés. La escuela contemporánea, articulada primero en la formación militar medieval y luego en la satisfacción de las necesidades de un capitalismo industrial ya ni siquiera existente de ese modo, está hecha de espaldas al juego y al ocio, las principales herramientas de cognición humana. En una prueba científica escalofriante, sobre una condición sine qua non para la creatividad, el pensamiento divergente (la capacidad de imaginar soluciones alternativas y otros posibles), en niños de dos a tres años los resultados arrojaron un 98 por ciento de genialidad. Testeados entre cinco y ocho años, los mismos niños bajaron su potencialidad a menos del 40 por ciento, y en la adolescencia el porcentaje cayó a menos del 20. ¿Qué pasó? Pues que habían entrado a la escuela. Pasados los 25 años, la cifra apenas rozaba el dos por ciento. La cada vez más aguda y forzada proliferación de PhD no ha hecho de nuestro mundo un planeta mejor, pero sí uno más estresado.

Pero Alphabet no es mera consignación del desastre, sino una poderosa invitación a recuperar la vitalidad a partir de la micro política del juego. Invitar es lo máximo que podemos hacer en educación, a nadie se le puede obligar, pues en realidad siempre somos autodidactas: estudiamos lo que nos interesa. Lo que se puede hacer es crear condiciones para disparar la curiosidad, una curiosidad que la propia escuela muchas veces se encarga de cercenar. Lo anterior es un resumen modesto de algunas conclusiones del “sirviente de pintura” Arno Stern y del neurobiólogo alemán Gerald Hüther, investigador del funcionamiento del cerebro especializado en desacreditar, además de la excelencia, otro de los mitos de la educación hegemónica: la competitividad. Siempre se ha destacado en la teoría de la evolución de las especies el factor de supervivencia de los elementos más fuertes; pero el punto de giro que hizo la diferencia fue el paso de los organismos unicelulares a los multicelulares. Eso significa que para crecer hubo que ser gajo, grupo, comunidad. Nuestro cerebro puede reaccionar con ferocidad ante la competitividad, pero lo normal es que se inhiba ante ella. Lejos de querer ganar o perder, lo que el cerebro ansía es amar y conocer.

Ya antes de Alphabet oí decir a un niño: “La escuela nos quita tiempo para nuestras cosas”. En su familia lo tomaron a broma, pero para él la cosa era sumamente seria y clara. Alphabet comprueba lo difícil que es tomarnos en serio las necesidades reales y las intuiciones (no sólo) de los pequeños, pero no en el sentido de la satisfacción de sus caprichos: el mundo, y específicamente Ecuador, está atiborrado de mapadres satisfactores del consumo de niños y niñas en ese sentido insaciables. No. Se trata de algo más sinuoso y de mayor vértigo. Es la oposición entre la educación del éxito y el miedo frente a la educación de la libertad y el amor.