Punto de quiebre

Raul Andrade

Los últimos eventos han desconcertado a muchos. El péndulo tradicional se ha convertido en un trompo sin dirección cierta. Los analistas, han usado litros de tinta, kilómetros de papel y toneladas de frases para llevar el agua a su molino ideológico.
 
La repentina oleada de violencia y vandalismo despertó fantasmas ya olvidados en la memoria colectiva. Los odios y las pasiones, amortiguados por los fracasos de los regímenes totalitarios, han despertado nuevamente el fanatismo y la intransigencia en amplios sectores de disímil pensamiento. Nuevos elementos se han añadido al panorama: migraciones dudosas, dinero sucio dispuesto a financiar cualquier revuelta, líderes obsesionados por el poder que no se resignan a perderlo, y una ideología fracasada pero reencauchada por algunos foros subversivos es el telón de fondo.
 
Los populismos se revelaron más eficaces que los proyectos serios, gracias a liderazgos de claro corte fascista, expertos en lograr el poder por sorpresa y mantenerlo por asalto. El siempre eficaz recurso de alentar el descontento ha logrado crear huellas muy hondas en un entramado social conflictivo y frágil por sus falencias. En el pasado, la revuelta tenía un significado profundo, de defensa de las libertades frente a la imposición y la prepotencia. En el presente, esta curiosa rebelión la provocan presidentes y expresidentes que quieren perpetuarse a pesar de la voluntad de la mayoría.
 
Por todos los rincones del planeta, la insatisfacción, la pobreza y la ignorancia se convierten en detonantes de una minoría cansada de remar contra corriente. En América Latina, los populismos están de moda. Son el atajo al poder y a la riqueza. Finalmente, la mayor concentración de dinero está allí, en manos del Estado. Es en donde se controlan los recursos, los ingresos y los grandes contratos, así como la contratación de los adherentes a la causa del presidente de turno. Los grandes servicios públicos, la salud, la educación dependen de una burocracia politizada y cómoda, acostumbrada a lograr beneficios cada vez mayores a cambio de servicios cada vez menores.
 
Hay por supuesto un mensaje en las protestas. Un mensaje duro y claro. Es el hartazgo ante la codicia sin límites, la desvergüenza y la impunidad. Es el reclamo ante la marginación y la desidia, ante la incapacidad de generar soluciones de fondo ante la creciente carestía de la vida, ante las promesas incumplidas de políticos más interesados en su lucimiento personal que en soluciones integrales para el país que aspiran gobernar. Ante eso, una minoría perfectamente organizada en sus metas ha pretendido imponer el caos y su voluntad a una mayoría incoherente, dividida por un barniz ideológico y carente de una visión pragmática ante la realidad.
 
Hay que asimilar el mensaje. El gobierno ecuatoriano perdió credibilidad, autoridad y disciplina en la última asonada. Es su obligación recuperarla con decisiones firmes y atinadas. ¡La institucionalidad está en juego!