La quiteñidad que fuimos... ¿y la que seremos?
Pregunta seria: ¿Qué nos identifica como quiteños? La consulta parece sencilla, pero cuando uno mira con calma nuestras tradiciones, la respuesta se vuelve más incómoda de lo que quisiéramos admitir. Mucho de aquello que nos definió por décadas ya no está, o está en duda, o simplemente se ha desvanecido entre debates ideológicos, decisiones políticas y un cierto desgano colectivo que se ha vuelto, también, parte de nuestro tiempo.
Crecí en un Quito que durante generaciones, sabíamos que sus fiestas iniciaban con una tradición que marcaba oficialmente el inicio de diciembre: la elección de la Reina de Quito. No había niño de escuela, familia o barrio que no sintiera que, con ese acto, comenzaban formalmente y con orgullo nuestras fiestas. Hoy el certamen, que incluso tuvo que cambiar de nombre, sobrevive gracias a sus ex reinas a través de su iniciativa privada, fue acusado de cosificar a la mujer, reducido y en ocasiones hasta prohibido por una alcaldía de turno. Hoy, para muchos lo sentimos como un certamen relegado y desdibujado.
Después venía el plato fuerte, la feria de toros Jesús del Gran Poder: polémica, sí; intensa y profundamente cultural, también. Una tradición taurina que, nos guste o no, formaba parte de la identidad quiteña. Su prohibición —resultado de cambios sociales y de una sensibilidad distinta— cerró un capítulo que marcó una época.
Podemos estar de acuerdo o no con esa evolución. Lo cierto es que hoy ya no existe. Y con su clausura se perdió una parte del relato festivo de la ciudad.
¿Y ahora? ¿Qué queda? Una ciudad que, paradójicamente, celebra sus fiestas escapando de ellas: buscando playa, campo, o cualquier sitio “para desconectar”. El absurdo de irse lejos para festejar a la ciudad que amamos.
Por eso, impera una reflexión: ¿qué queda de la quiteñidad cuando nuestras tradiciones se diluyen? ¿Puede una identidad sobrevivir sin símbolos compartidos, sin rituales que nos unan, sin espacios para reconocernos unos en otros?
Necesitamos recuperar lo que nos une: la calidez del canelazo, la alegría de la chiva, la picardía del chulla, la música que nos recorre en diciembre, la ciudad que se levanta entre montañas como una invitación permanente a sentirnos parte de algo más grande que nosotros.
Se intentó llenar los vacíos con conciertos públicos y masivos, eventos que distan y por mucho de ser una solución integradora y diferenciadora para la carita de Dios. Por esto propongo que es hora de juntar fuerzas, que el sector público, de la mano de la academia, la empresa privada y la sociedad civil, nos unamos en recuperar nuestra quiteñidad.
La pregunta entonces, se las dejo planteada: ¿Cómo nos vamos a reinventar para que de la mano del canelazo, la chiva y el chulla quiteño, nuestras fiestas vuelvan a nacer?