Los fuegos después del triunfo: una reflexión desde París hacia el mundo
La reciente victoria del Paris Saint-Germain, lejos de ser una celebración deportiva sin matices, desencadenó una ola de disturbios que volvió a encender una pregunta incómoda, pero ineludible: ¿Qué está fallando en el modelo de integración europeo?
En las calles no solo hubo camisetas del PSG, hubo rabia contenida. Los protagonistas de esas protestas —jóvenes, muchos de ellos nacidos en Francia, hijos o nietos de migrantes del Magreb, del África subsahariana o del Medio Oriente— no se sienten del todo franceses. Y no porque no hayan nacido allí, sino porque se les niega la posibilidad de ser parte del todo. Viven en barrios segregados, asisten a escuelas paralelas, y conviven con una barrera cultural profunda: el idioma, la religión —el islam como factor identitario— y una constante sospecha institucional que los mantiene en los márgenes.
La raíz del problema no es el deporte, ni siquiera la protesta. Es la exclusión. Es la falsa promesa de ciudadanía que se ofrece en el papel, pero no en la práctica.
Y Francia no está sola. Suecia, que en los años 90 fue ejemplo de apertura migratoria, hoy recula con políticas restrictivas y retóricas que alimentan el miedo. Alemania, tras recibir más de un millón de refugiados en 2015, enfrenta hoy una oleada de discursos antiinmigrantes. Italia vira hacia posiciones nacionalistas, y Polonia celebra el ascenso de la derecha identitaria. Europa, en muchos rincones, se cierra. Y cuando una sociedad se cierra, expulsa antes de integrar.
Frente a ese espejo, Estados Unidos ofrece un modelo que, con todas sus imperfecciones, ha sabido integrar generaciones enteras de migrantes, especialmente porque al nacer en suelo estadounidense, los niños se convierten automáticamente en ciudadanos. Esa pertenencia legal facilita una integración cultural, educativa y política. Sin embargo, el actual presidente Donald Trump impulsa una agenda que busca desmantelar incluso ese derecho básico, poniendo en riesgo el modelo que hizo de EE.UU. una nación de naciones y amenaza con imponerse también en la vecina y pacífica Canadá.
Lo preocupante no es solo lo que ocurre, sino la velocidad con la que ocurre. El racismo, la exclusión sistemática y la desconfianza cultural se están normalizando alrededor del mundo. Las sociedades modernas no solo enfrentan tensiones económicas o ideológicas; enfrentan una pregunta de fondo: ¿quiénes somos y a quiénes permitimos ser parte?
La respuesta no puede ser el retroceso. No puede ser la muralla. La integración real no se impone, se construye. Y para construirla hace falta algo más que leyes: se necesita voluntad política, apertura social y una ciudadanía que entienda que la diversidad no es una amenaza, sino la riqueza más grande de una sociedad libre.
La historia nos está poniendo a prueba. Y el reloj no espera.