Virar la página

Carlos Rojas Araujo

POR CARLOS ROJAS ARAUJO
 
Es posible que, en estricto respeto al estado de derecho, el estallido de júbilo que muchos sectores políticos y de la opinión pública expresaron en las redes sociales, al ratificarse la condena contra el expresidente Rafael Correa, no fue un gesto de buen gusto. Y que subir las fotos de sus brindis, lejos de enaltecer el trabajo de la justicia y la reparación, demostró que tenemos una sociedad peligrosamente polarizada.
 
Es cierto que el desquite y la revancha han sido la moneda de curso en la política nacional desde siempre, pero ese ambiente se exacerbó con el correísmo, donde para ejercer un derecho, emitir una opinión o exigir que se fiscalice el uso de los dineros públicos, había que estar del lado de los vencedores.
 
No existía requisito más importante que ganar las elecciones con Alianza PAÍS, aunque para ello tuviera que circular en las campañas el dinero sucio de los sobornos, alentado por políticos,
funcionarios públicos y empresarios, hoy condenados en los tribunales y a la espera del juicio de la historia.
 
Correa y los suyos se sintieron invencibles. Y como buen sofista, no hubo un solo hecho de la realidad que el expresidente lo haya interpretado por fuera de la lógica del ganador.
 
Quien no tenía un puñado de votos no tenía opción a disentir ni ejercer la democracia. Por eso, desarticuló la organización social y combatió a la prensa, al punto de perseguirlas con leyes infames y juicios descabellados.
 
Todo aquel cúmulo de resentimientos brotó en estos meses en que se juzgó el caso Sobornos 2012-2016, evidenciándose que más allá de la correcta aplicación de la ley, una sociedad necesita convivir en armonía y que el jefe de Estado sea quien solucione los conflictos y no los aliente desde la bronca política de los sábados y el manejo irregular de los recursos.
 
Hoy en su calidad de proscrito, Correa quizá entienda que un buen líder es multidimensional; que las altas votaciones son necesarias para alcanzar el poder, pero no la garantía para gobernar con sensatez y equilibrio. Él y los suyos se asumen aún como una gran fuerza electoral, cuya maquinaria estará aceitada para  la próxima contienda y quizás tengan buenos resultados.
 
Pero este juicio les demostró que, sin aliados institucionales, ese poder es efímero y relativo.
 
Las cámaras de la Producción, los gremios sociales, las universidades, los gobiernos locales, el movimiento indígena… han visto con distancia y apatía la suerte que hoy les ronda. La reputación y honorabilidad de la revolución ciudadana son los principales activos que se perdieron por la ambición de ejercer un poder sin límites y contrapesos.
 
La lección está abierta para todos. Los problemas del país son demasiado graves como para que el próximo gobernante insista en el bloqueo, dispendio y desquite como método de trabajo. La nueva normalidad requiere de un líder que no exacerbe el descontento y la frustración de la sociedad por la crisis económica y el deterioro de su calidad de vida. Es preferible que proponga un nuevo contrato social, apelando a la colaboración y el respeto, con altas dosis de inteligencia emocional. El país necesita virar la página y escribir un capítulo más provechoso de su historia.