Una sociedad indolente

Carlos Rojas Araujo

Por Carlos Rojas Araujo
 
Tengo una tía de 60 años con diabetes agresiva e hipertensión. Su principal alegría es cuidar a su nieto de un año. No lo puede hacer porque si se contagia de coronavirus, las posibilidades de morir son altas. Su hija es odontóloga y está expuesta, como ninguna otra persona, a transportar la enfermedad. ¿Por qué mi tía no recibió la vacuna que el ministro de Salud, Juan Carlos Zevallos, destinó sin ningún argumento convincente a su madre de 87 años?
 
Estoy seguro que esta pregunta se habrán hecho miles de personas vulnerables que, con indignación, ven cómo el palanqueo se impone hasta en los aspectos más sensibles de la convivencia. Este episodio de indelicadeza nos da la suficiente carne para alimentar las críticas a los gobernantes que, al acostumbrarse al poder, hacen del servicio público la fuente de todas sus prebendas. Nos sentimos indignados…
 
El problema es que esa indignación solo quita puntos de popularidad, puede virar una elección o hasta tumbarse un gobierno si la ira se desborda por las calles. Pero incide muy poco en nuestras conciencias y, por más lecciones que nos dé la vida, nos mantenemos como seres irreflexivos.
 
El enfado por Zevallos, en sí, no expresa el repudio que debiera despertar la costumbre tan ecuatoriana del palanqueo. No, la molestia se da porque es el Ministro, y no nosotros, quien goza de una posición privilegiada con la cual destinó un par de las escasas ocho mil dosis que llegaron para proteger a su madre. Cuando en el seno de nuestras familias esta discusión pasó del enfoque político y tocó fibras familiares, han sido muchas las personas que vestidas de un amor filial, casi indecoroso, reconocen que por una madre o un hijo se hace lo que sea… Incluso, aprovecharnos de lo público para obtener un beneficio personal.
 
Así nuestra política, la administración estatal y nuestro papel como seres comunitarios pasa a segundo plano cuando frente a determinadas circunstancias nos damos cuenta que, para bien o para mal, todos tenemos un precio.
 
José Saramago, en su “Ensayo sobre la ceguera”, retrata con absoluta sabiduría la pequeñez de los seres humanos cuando ante la anarquía, el miedo y la escasez, nos olvidamos de nuestro rol social para pelear por la supervivencia, pues así funcionan los instintos y la biología.
 
Por eso resulta infame que nos indignemos por la falta de transparencia y los anuncios propagandísticos con los que el Gobierno ha manejado la llegada de las poquísimas vacunas contra el COVID-19, así como por la discrecionalidad con la que se las administra, mientras no cuestionamos, ni enmendamos, nuestro mal comportamiento e innecesaria exposición al virus para evitar que el sistema de salud se sature de enfermos.
 
Si continúan las fiestas clandestinas y familiares, si violentamos las normas de restricción, si no somos conscientes del peligro que corren nuestros padres y abuelos por nuestro propio descuido, no tiene sentido criticar solamente a Zevallos y su privilegiada posición de poder.
 
Las vacunas que lleguen en estos meses deben ser exclusivamente para el personal sanitario que enfrenta la pandemia. El resto de ciudadanos, incluyendo mi tía, debemos esperar a que nos llegue el turno reduciendo las posibilidades de contagio. ¿Es mucho pedir?