La importancia de un presidente

Carlos Rojas Araujo

Por Carlos Rojas Araujo
 
Si tuviera un mero propósito administrativo, la humanidad ya se hubiese inventado un esquema menos traumático y más eficiente para organizar las cuestiones de la vida pública. Pero la importancia simbólica de la representación y la lucha irracional por controlar el poder han vuelto a los políticos demasiado importantes. En el vecindario latinoamericano parece no haber algo tan imprescindible como el presidente de una república.
 
Sobre él gira el relato cronológico de los pueblos. Las épocas de alta autoestima o la desazón general corren por cuenta de su talento, sus miopías y sus hurtos. El anhelo por buscarle un remplazo mejor puede convertir un proceso electoral en una fiesta o legitimar el más burdo golpe de Estado.
 
Para muchos, Lenín Moreno es un mal presidente. Gobierna un país quebrado; ha debilitado cualquier posibilidad de alianzas; y, en sus tres años de mandato, se cuentan las tragedias por la acción terrorista en la frontera norte, las protestas más violentas del período democrático y las víctimas de una pandemia incontrolable.
 
Seguramente, Moreno -como ser humano y demócrata- tendrá muy poco  que ver en ese balance dramático, pero como diría Ortega y Gasset, él y sus circunstancias han vuelto tan frágil y vilipendiada su administración.
 
Frente a una sociedad que deposita en los otros sus culpas y frustraciones, las circunstancias importan poco porque lo fácil es devaluar al Presidente y su investidura. La crítica emerge en el más humilde de los campesinos, pasa por el empresario siempre inconforme y puede llegar al más calculador de los políticos. Nada expía más que la queja inmediatista.
 
No importa cuán cómplices fuimos de un sistema paternalista y poco previsivo o cuántas veces permitimos que el ajuste fuera postergado, sin imaginar que la pobreza volviera acompañada del miedo a una enfermedad todavía indescifrable.
 
Moreno, sus ministros, los legisladores, alcaldes y prefectos, empresarios, trabajadores, estudiantes, líderes sociales y formadores de opinión, alimentamos esas circunstancias, aunque las culpas solo debe asumirlas quien porta la banda y ejerce el poder en la constitución.
 
Así es la vida y poco logra Moreno con lamentarla en una cadena nacional. Nadie más que su esposa y el entorno correísta le pidió ser candidato. Todos eran conscientes de sus grandes cualidades y también de su vulnerabilidad.
 
Él dijo sí y una vez que ganó en esa jornada de resultados electorales opacos, el país le aplaudió por derribar las pilastras que sostenían el proyecto autoritario, sin importarle lo poco que Moreno sabía de economía.
 
Un Presidente de la República está para tomar decisiones y aguantar el pesado reproche de los inconformes. Su gestión no se mide únicamente por buenos o malos indicadores, sino por cómo el pueblo mantiene la fe en el cargo que ostenta y el respeto a la política como instrumento de servicio. Y llamar a la muerte cruzada, en estos momentos, no le hará un mejor estadista.
 
Moreno hoy es tan cuestionado como lo fueron Correa, Palacio, Gutiérrez, Noboa, Mahuad, Alarcón, Bucaram, Sixto, Borja, Febres-Cordero, Hurtado o Roldós. Lo importante es que años después, el país pueda recordarlo como un buen mandatario y una buena persona. En esa categoría entran muy pocos.