La hora de los alcaldes

Carlos Rojas Araujo

Por Carlos Rojas Araujo
 
En los 90 brillaron por su modelo de gestión. Ecuador se regía bajo un modelo económico modesto, a ratos en crisis a ratos en bonanza, y los municipios fueron las primeras administraciones públicas que nos pusieron en la senda de la modernidad.
 
Con persistencia, Quito cubría las necesidades insatisfechas de los capitalinos: agua potable, alcantarillado, electrificación y basura, mostrando el mejor sistema de educación pública del país y un servicio de salud oportuno y eficiente.
 
Guayaquil sepultaba lo más duro de su historia. La corrupción, la inoperancia y el clientelismo la sumieron por años en el fracaso y la pobreza, para luego emprender uno de los proyectos de reconstrucción más grandes y mejor valorados del continente. Cuenca y Loja se embellecían; Ambato era más productiva y Cotacachi, admirada por su alcalde indígena.
 
Cuando el Estado central fracasó en 1999 y el Ecuador parecía no tener remedio, el respeto por lo público se preservaba en los gobiernos seccionales. Los alcaldes fueron valorados por su obra física y por las virtudes de la buena política que ejercían: eficiencia, organización, cercanía con la gente y cohesión nacional.
 
A su manera, Paco Moncayo, Jaime Nebot, el ‘Corcho’ Cordero, el ‘Chato’ Castillo o Auki Tituaña dieron esperanza a un país que botaba presidentes y que aún no comprendía las virtudes que traería la dolarización.
 
Rafael Correa, en los primeros años, dotó de liderazgo, sentido y respetabilidad a la Presidencia de la República. Desde entonces, las alcaldías, con excepción de Guayaquil, perdieron impacto político, quedándose en la mera administración de sus competencias. Quito y Cuenca iban de tumbo en tumbo.
 
La inédita crisis económica, social y sanitaria que hoy vive el Ecuador pone otra vez de relieve el papel de las alcaldías. El relevo NebotCynthia Viteri mostró que los 28 años de administración socialcristiana no solucionaron muchos de los problemas del guayaquileño de a pie, como su enorme fragilidad económica y la limitada capacidad de respuesta de la Alcaldía en materia de salud y auxilio familiar. Más allá de que la ciudad cuente o no con determinadas competencias, muchos guayaquileños sienten que el Gobierno y la Municipalidad les fallaron.
 
Quito, al parecer, levantó cabeza. El alcalde Jorge Yunda, tan cuestionado por su inacción en el paro de octubre que destruyó la capital en lo físico y moral, se dio una segunda
oportunidad frente al mayor desafío sanitario de los capitalinos.
 
Esta columna no busca cuestionar ni enaltecer el trabajo de tal o cual alcalde. Su propósito es advertir que la pandemia y la crisis fiscal del Estado los ponen en la primera línea de combate. Luchar contra la pobreza y la muerte serán, en adelante, los derroteros para gobernar sus ciudades.
 
Terminó la era de las obras faraónicas, de las vías de múltiples carriles o de quién es el alcalde que más bravo se pone para exigir recursos y policías. En adelante, se los valorará por cómo derriben los muros y las taras culturales entre pobres y ricos, llevándonos hacia la colaboración y solidaridad. Por cómo superen el modelo de la ciudad de cemento e imaginen la ciudad de la gente, pues para sobrevivir al coronavirus tenemos que aprender a respetarnos.