El humo de Donald Trump

Carlos Rojas Araujo

POR CARLOS ROJAS ARAUJO
 
Miles de analistas en el mundo inyectaron buena dosis de lenguaje cinematográfico para describir la cantinflada del 6 de enero de este año, cuando miles de manifestantes se tomaron el Capitolio, en Washington, en su afán de impedir que se certifique el triunfo electoral de Joe Biden. Es comprensible, pues no todos los días se ve a la primera potencia mundial comportarse como una república bananera, en la que una muchedumbre desenfrenada creyó que rompiendo vidrios o asaltando oficinas forzaría los candados de sus instituciones.
 
La suma de derrotas del presidente Donald Trump deja pendiente una lectura urgente, menos espectacular y más reposada, sobre los límites que sí puede tener la megalomanía en la disputa por el poder. Es verdad que la política de EE.UU., desde 2017, se ha movido como en una montaña rusa y que, en su día a día, Trump ejerció la Presidencia bajo la terquedad de quien cree poderlo todo. Pero su estilo se agotó cuando minimizó la responsabilidad de su país en el orden mundial, cuando ofendió a las razas del planeta, fue negligente con el coronavirus o no le importó que la delincuencia callejera derivara en un peligroso conflicto de clases. Todo, porque al Presidente solo le importaba ganar batallas.
 
Ese Trump invencible fue derrotado en las urnas y el prestigio de su mandato -concepto tan preciado en el simbolismo estadounidense- quedó hecho añicos, pues la historia no
ensalzará el voluntarismo sofocante de su personalidad.
 
¿De qué le sirvió sitiar el Capitolio e inundar las redes sociales con mensajes oscuros y delirantes, para ahora aceptar que la suya será una transición ordenada? Trump vendió humo, pero las instituciones se impusieron en EE.UU.
 
Para llevar la reflexión a los términos morochos de nuestra política sudamericana, quedó demostrado que el mejor antídoto contra los caudillos será siempre la democracia. Ecuador, en pocos días, irá a las urnas. Destruido por la pandemia y con sus instituciones por los suelos, los que se suponen serán los comicios más importantes desde 1979, pueden desatar una anomia peligrosa. Y no es cuestión reducir este análisis al concepto del populismo que muchas veces tiene engranajes democratizadores sorprendentes. El problema de nuestro país es su irresponsabilidad, pues mientras millones de ecuatorianos se enfrentarán al contagio de coronavirus para ejercer el voto, los candidatos y las autoridades electorales han llegado a un punto en el que un paso en falso puede deslegitimarlo todo. Hasta la impresión de las papeletas corre el riesgo de terminar en la trituradora y volverse picadillo.
 
Los políticos en campaña torean el debate de lo ético y el rigor jurídico. Nada que demuestre debilidad está permitido; por eso son poco proclives a la reflexión y los renunciamientos. Siempre será más fácil gritar bravuconadas que revindicar el respeto sobre lo institucional -como sí lo hicieron los líderes republicanos aliados a Trump-, a sabiendas de que es el único espacio de convivencia que nos queda, si no queremos volver al estado primitivo de las cosas. Ojalá el elector ecuatoriano venza a los irresponsables y mercachifles de humo en las urnas como lo hizo el pueblo estadounidense.