Corruptos y corruptores

Carlos Rojas Araujo

Ya habrá tiempo para que la historia nos relate cómo un esquema de delincuencia organizada, entre empresarios, tecnócratas y gobernantes corruptos, asestó un golpe demoledor a las democracias de América Latina.
 
Durante años, los sectores liberales de la región hablaron de las bondades de una integración más técnica que política, basada en la cooperación internacional y financiera, como la herramienta ideal para el desarrollo. Mientras que los progresistas (donde se incluye, por supuesto, al socialismo autoritario) alentaban la construcción de estados todopoderosos que prometían tutelar a los más pobres como única receta contra las corporaciones oligárquicas.
 
El continente pasó una década discutiendo sobre ideologías, pero a sus espaldas hubo empresarios, tecnócratas y gobernantes que hicieron los negocios de sus vidas. Todo confluyó en una perversa mezcla de capitales, leguleyadas y poder que recién se comienza a dimensionar.
 
Hace 40 años, el desastre latinoamericano se resumía, con evidente exageración, en una sola sigla, la CIA. Desde ese concepto se inspiraron fuerzas sociales, políticos y constituciones que ni bien llegaron a gobernar, montaron sus esquemas de corrupción, escudados en una justicia lenta y poco fiable.
 
¿Qué palabra puede sintetizar hoy la decepción por ese desastre regional? Quizás las más adecuada sea Odebrecht, así sus ejecutivos quieran lavarse la cara, cambiando su identidad corporativa por las siglas OEC y alardeando nuevos códigos éticos, cuando la prensa ha denunciado, días atrás, que ni siquiera en su cooperación eficaz con la justicia de diferentes países han dicho toda la verdad.
 
Esa verdad, de constatarse, es dolorosa no solo por los cientos de millones de dólares que se sobornaron, sino por el sistema de corrupción establecido más allá de las oficinas de varios gobernantes inescrupulosos y sus testaferros. 
 
Resulta patético y dramático escuchar a los exalcaldes capitalinos, Augusto Barrera y Mauricio Rodas, cuando defienden la transparencia de las obras y los contratos que impulsaron con Odebrecht por el hecho de que la Ruta Viva y el Metro contaron con el aval y el financiamiento de los organismos multilaterales.
 
Si es que estas entidades y su staff de tecnócratas fueron cómplices, por participación u omisión, el daño a la reputación de lo público será irreparable. Para países como Ecuador, carente de instituciones confiables en todo aspecto, siempre fue positivo contar con su apoyo. De esta manera, se entendía que una obra pública, por ellos financiada, era necesaria; además, su presencia constituía un repelente eficaz para corruptelas económicas y demagogia política.
 
Ahora que el dedo apunta a todas partes, queda claro que la confianza de una sociedad sobre sus gobiernos, los contratistas privados y las entidades financieras, del rango que sean, puede diluirse en poco tiempo. Habrá que exigir, entonces, que en la próxima campaña electoral los políticos no ofrezcan obras e inaugurar así una nueva etapa de subdesarrollo.