En busca de la felicidad

Soñamos con las estrellas y cuando tocan el cielo las bajamos para volverlas humanas. Es tiempo de dejarlas brillar...
Sébastien Mélières

Soy de la generación que creció maravillada con ídolos y referentes. En mi casa veía a mi mami con el corte de Jane Fonda como una muestra orgullosa del poder femenino, y recuerdo la saga de “Dirty Harry” con un Clint Eastwood que tenía la mirada de mi papi y simbolizaba el arquetipo del hombre invencible. El cuerpo escultural de Bo Derek, la voz y los bailes de Liza Minelli en Cabaret, la locura de De Niro en Taxi Driver.

Era la época de las revistas que se coleccionaban y del cine que se visitaba como un templo poblado de estrellas inalcanzables. Sean Connery era James Bond y Robert Redford era el Gran Gatsby, los personajes borraban la humanidad de los actores. Mi cuarto tenía fotos de ellos pegadas en la pared aureolando un peluche de E.T que me había conmovido hasta las lágrimas en la primera peli que vi con mis papás. Las estrellas cumplían con su deber de brillar y hacer soñar. De vez en cuando podía surgir una noticia negativa acerca de un actor, pero su estatus de “divinidad celestial” lo volvía a ubicar enseguida en un lugar privilegiado.

Hago parte de una generación fantasiosa que se rodeaba de personajes tan caricaturales como necesarios. Ningún actor defraudaba porque siempre llenaba las expectativas, Harrison Ford era pícaro y valiente como Han Solo e Indiana Jones, Al Pacino asustaba en la saga de El Padrino, y Dustin Hoffman era Tootsie para la eternidad. Los roles de cada uno eran tan fuertes que permitían la identificación o el desfogue. Ir al cine era la seguridad de olvidar la rutina y sentirse como James Bond sin ninguna pizca de complejos.

Con el pasar de los años volví a vivir la magia del cine con mi hija y pude sentir en ella esta chispa que solo la magia del cine puede revelar. Poco a poco la televisión entró con fuerza en nuestras vidas y las estrellas de antaño ya fueron humanizadas por la pantalla familiar con documentales, talk shows, conciertos hasta juicios en vivo. De repente, la pantalla grande se traspasó a la pantalla chica y después de dos décadas todo se redujo a las cuatro bordes de un celular. En tiempos de redes sociales, bajamos las estrellas a la tierra y las tratamos como vecino de barrio. Nos dimos el derecho de criticarlas y sentenciarlas.

Las estrellas ya no son intocables. Las mismas que alzamos al firmamento, las bajamos al infierno en un click. Los casos de suicidios, trastornos alimenticios o mentales se mutiplican en el reino de “los privilegiados”. El morbo de millones de usuarios borró las fronteras entre clases sociales.

El año pasado mientras el mundo entero era testigo del juicio horroroso entre Johnny Depp y Amber Heard, Will Smith golpeó a Chris Rock en la gala más vista del mundo. El malestar y la enfermedad se proyectaron en la cara de todos. Las luces de Hollywood tuvieron que desviarse porque el mundo mágico se había ensuciado. El actor querido de Bel Air se descontroló e hizo lo perdonable siendo el chivo expiatorio de una industria que ya no tiene protección por ser expuesta continuamente en redes sociales.

Siento nostalgia por el mundo de fantasía donde crecí y un verdadero malestar al vivir la fatalidad tecnológica que nos acerca para dividirnos. Quizás solamente deberíamos apagar un rato el celular, ir al cine y dejarnos llevar por las emociones una vez más. En la sala oscura Will Smith siempre estará “En Busca de la felicidad” y Johnny Depp, el entrañable “Edward, manos de tijeras”...