No se puede soslayar, bajo ningún argumento, la promesa del presidente Lenín Moreno de ejercer un gobierno tolerante, propositivo y abierto a escuchar.
Quizás este sea el único compromiso que el nuevo mandatario deba plantear en su afán por construir un mejor Ecuador, pues es paradójico que sobre el disgusto y la revancha haya transcurrido la década de mayor ‘estabilidad’ política de la historia republicana y que sus admiradores justifiquen de esta manera a un gobierno despótico y adicto al boato.
Así como el expresidente repetía con frecuencia que solo en los cementerios no hay inflación, en una democracia muerta tampoco germinan el pluralismo y el debate. La tarea de resurrección apremia y suspender las sabatinas, al menos, es un punto a su favor.
Pero por fuera del diálogo como categoría política, el primer mensaje a la nación de Moreno dejó demasiadas preguntas abiertas. Desde el terreno de la concertación nacional, el flamante Presidente nunca hizo referencia a la necesidad de emprender una reforma política que limite el peso descomunal que tiene el Poder Ejecutivo sobre el resto de funciones. Tampoco habló de lo inaudito de lidiar con el Contralor con más tiempo en funciones y que tantas explicaciones debe a la nación. Carlos Pólit se ha eternizado en su cargo porque es funcional al líder de un proyecto político.
Moreno obvió aquella enmienda constitucional que, irremediablemente, ata el destino del Ecuador al del correísmo. Si en marzo de 2015, se mostraba contrario a la reelección indefinida, ¿por qué no sentó la posibilidad de discutir sobre este artículo de la Constitución?
En el acto de posesión, la Asamblea Nacional se llenó de aplausos cuando el Mandatario repitió que sin libertad de expresión no podía haber diálogo. Fue una frase contundente que sella, a manera de promesa, su talante abierto a la crítica y la reflexión. Pero las libertades en Ecuador no pueden estar sujetas a los vaivenes de sus líderes; lo que cuentan son los principios y los derechos.
Por eso, Moreno debió referirse al plan de reformas a la Ley de Comunicación –si es que lo tiene en mente, por supuesto–, caso contrario, el instrumento que reprime a la prensa seguirá intacto hasta que lo use un nuevo gobernante autoritario.