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La humana genealogía de los monstruos

miércoles, 15 julio 2015 - 04:33
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A partir de los engendros de Frankestein y Drácula, William Ospina traza una extraordinaria cartografía del romanticismo, y pregunta si los jóvenes de hoy aún podrían oponerse, con pasión e imaginación, a los sueños de la razón instrumental y a las seducciones del lucro.

Todavía humeantes las hogueras napoleónicas que colmaron de rapiña a Europa, una nube gris cubrió el cielo de todo el hemisferio norte, desde Quebec hasta la China, en 1816, el año del verano que nunca llegó. Pero las tinieblas nunca nacen de un día para otro: un año antes el monte Tambora, en la balinesa isla de Sumbawa, hizo erupción con tal virulencia que perdió 1.500 metros de altura, diseminando, según el designio de los vientos, hambruna, miseria y melancolía.

Sin advertir que a la primavera le seguiría el invierno, en junio de 1816 Lord Byron alquiló la Casa Diodati a orillas del Lago Lemán, para veranear en Ginebra junto a algunos de los espíritus más libres y atormentados de su época: el doctor Polidori, el poeta Shelley, Mary Wollstonecraft y la hermanastra de ella, Clara Clairmont, verdadera autora intelectual del encuentro. En plena crisis de Byron (tras elevarlo al Olimpo, la city de Londres abjuraría de él por su literalmente embarazoso incesto con una hermana cuya existencia acababa de conocer), Clara lo convenció epistolarmente de hacerla su amante.


El año del verano que nunca llegó, de William Ospina.
Random House, Bogotá, 2015. 295 páginas.

Así llegaron a Diodati en busca de sol y alegría, huyendo de diferentes exilios, y se toparon con una bruma más densa que la de sus almas. Y como reacción en cadena crearon, en apenas tres noches, a los dos monstruos más ilustres de nuestros días: Frankenstein y el Vampiro.

El primero obra de Mary, la compañera del poeta Shelley, autor de la negación de Dios, un texto que le valió tanto el repudio de la repugnante alcurnia de Eton como la abnegación de las mujeres que lo defendieron, paradójicamente, con la misma entereza que María Magdalena a Cristo. Y el segundo, el libro en el que Bram Stoker basaría su Drácula, lo escribió Polidori, doctor y amante del insaciable y vampírico Lord Byron, señor de los bosques de Sherwood y héroe de la liberación nacional de Grecia y Suiza. Por esas tierras dio su vida, tanto como pudo hacerlo por la Gran Colombia: su enorme admiración hacia Bolívar señala cuán romántica y longeva es la tradición de la fascinación intelectual europea por los caudillos de Latinoamérica.


Mary Wollstonecraft, mujer del poeta Shelley, vislumbró ya de niña a su criatura,
Frankenstein. El doctor Polidori (centro), en cambio, tuvo en su amado chupador
de vida, Lord Byron (derecha), al modelo de su Vampiro. Polidori se suicidaría
cuatro años después de la reunión en Casa Diodati, ingiriendo ácido prúsico.

Disculpen el lugar común y la posible exageración: estamos ante un libro imposible de soltar, quizás uno de los más extraordinarios de los últimos lustros. No es una novela, no es una crónica, no es un ensayo, no es una biografía, y tampoco la mera suma de todo eso: es el itinerario de la propia dificultad y obsesión romántica (término tan venido a menos a fuerza de no desmontarse y de confundir apenas los síntomas con la enfermedad) de su propio autor. La impresionante capacidad investigativa y poética de William Ospina para relacionar una cosa con otra, hace que en menos de 300 páginas realicemos un viaje al interior de nosotros mismos, de lo que articula las utopías de esta modernidad y posmodernidad que no cesan y de una tradición mestiza donde Borges en Ginebra o García Márquez en Aracataca, pero también Kafka en Praga, no dejaron de proyectar hermosos monstruos, cada cual a su manera.

“Todo lo que es profundo necesita una máscara”, escribió Nietzsche. Pero en tiempos de crisis, tanto de profundidad como de enmascaramiento y representación, Ospina se ha metido él mismo al viaje, como uno más de los remadores del viento. Por favor, estimados lectores, háganse el favor de leerlo.

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