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La cuna de la toquilla

martes, 15 marzo 2016 - 03:52
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Fotos: Iván Navarrete
 
Los habitantes de la comuna de Barcelona, en la provincia de Santa Elena, siembran, cosechan y preparan la fibra para venderla en Azuay y Manabí. Y unas 29 mujeres continúan con el ancestral oficio del tejido.
 
Luis Tomalá inicia su jornada a las cinco de la mañana. A esa hora sube a la cordillera Chongón-Colonche por un camino serpenteante de tierra. Luego de media hora de viaje, él llega en un camión a la cima de los cerros, que tienen una altura máxima de 800 metros sobre el nivel del mar. Otros suben en moto. Allí se encuentran los sembríos de la Carludovica Palmata, comúnmente conocida como paja toquilla.
 
Con machete en mano, Tomalá elige las palmas que tienen el cogollo verde y va formando bultos compuestos por unos 112 cogollos. Al mediodía, el camión lleva la cosecha a la comuna de Barcelona, en la provincia de Santa Elena, ubicada a apenas cinco kilómetros del océano Pacífico.
 

En casa. Los comuneros hacen bultos para ser vendida la paja
a comerciantes del Azuay o sea procesada en su comunidad.
 
En esta localidad se realizan todos los pasos para que la fibra esté lista para elaborar los sombreros finos de exportación. Por eso fue incluida dentro del proceso de declaratoria del “Tejido tradicional del sombrero fino de paja toquilla ecuatoriano” como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por parte de la Unesco en 2012.
 
LLUVIA Y LUNA
 
En invierno sucede lo contrario. En la mitad del trayecto hay que dejar el vehículo porque el fango impide su paso. El recorrido se continúa a pie y en tres horas de intensa caminata se llega a los terrenos. Al regreso, la carga se transporta en mulas y caballos. En ocasiones, la faena se posterga para otro día porque la creciente de algunos ríos que hay en el trayecto impide el paso por la falta de puentes.
 

Calidad. Saturnina Pozo realiza el desvene y la separación
de las hojas. Aquí se define el ancho de la fibra. 
 
También lo que sucede en el espacio impide su cosecha. Durante la luna llena, los comuneros de Barcelona evitan cortar la paja toquilla. Uno de sus saberes ancestrales dice que si se corta en esos días, la planta se muere. Entre junio a septiembre, las plantas producen entre un 25 y 35 por ciento de la fibra. Pero en el período comprendido entre los meses de diciembre y mayo se registra una producción del 100 por ciento.
 
AL FOGÓN
 
La cosecha se la llevan a sus casas, en donde realizan el desvene y la separación de las fibras. Esto consiste en que solo quede la hoja de la toquilla, sin su nervio central, y de paso se establece el ancho de la fibra. Luego se empareja el largo del tallo, previo a llevarlas a las pailas que están colocadas encima de unos hornos de barro. Entre 40 y 50 minutos, Mariana Baquerizo cocina las plantas en agua con el fin de que se elimine la clorofila. En ese lapso, ella remueve las hojas y controla la cantidad de agua. Estos pasos lo hace en las instalaciones del Centro Artesanal de Paja Toquilla Barcelona, en la que forman parte unos 20 socios. Mientras que otras familias efectúan todo su trabajo en sus casas.
 
La siguiente etapa es el secado en cordeles durante tres días o si llueve se toma una semana. La otra opción es usar los hornos. Con este paso se logra que la fibra obtenga un color casi blanco.
 
 
Luego se realiza el sahumado. Esto consiste en mantener la paja toquilla en un lugar cerrado como una gran caja de madera. En la parte inferior se coloca un recipiente con azufre y carbón prendido para que el humo lentamente blanquee la fibra.
 
Mercedes Borbor aprendió a los 10 años a realizar este proceso junto a sus abuelos y padres. Hace tres años le enseñó este oficio a su esposo Joffre Pozo, quien tiene trabajo esporádico como zapatero. El 80 por ciento de la toquilla se vende en Sígsig, cantón azuayo, en donde se tejen sombreros finos de exportación. Un 20 por ciento se destina a Montecristi, en Manabí, a Colombia y Perú.
 
MÁS QUE FÚTBOL
 
Fausto Basilio aprendió el oficio a los siete años de sus padres. Pero su tiempo lo comparte con tareas agrícolas con el fin de tener ingresos complementarios. Él arrienda terrenos para sembrar tomate riñón, sandía, melón, limones y otros productos de ciclo corto.
 
Una de las historias que le narraron sus padres menciona que a inicios del siglo XX la actual parroquia de Manglaralto, a la que pertenece la comuna de Barcelona, era célebre por sus sombreros finos de paja toquilla y su puerto era el epicentro de las exportaciones de este tipo de trabajo artesanal. Incluso, el nombre de toquilla proviene de las antiguas tocas o sombreros que se observan en las cerámicas de las culturas precolombinas de la Costa.
 
 
Otra de las historias se refiere al origen del nombre de Barcelona. Basilio descarta que sea por el equipo de fútbol guayaquileño. Quien lo bautizó fue el sacerdote español Luis Fornel, párroco de Manglaralto, ya que encontró similitud de sabor entre el agua de un pequeño riachuelo ubicado cerca de la comuna con el que había en su natal Barcelona. De esa forma, el religioso sugirió esa nueva designación en vez de Pasaje.
 
En este poblado también se respira fútbol y no solo a favor de un equipo. Francisco Prudente cuenta que la algarabía se apodera cuando juegan Emelec y Barcelona en el campeonato de la comuna.
 
A TEJER
 
Fausto Basilio afirma que solo pocas personas tienen habilidades para tejer los sombreros. Por eso, sus ingresos son limitados. Por 14 tallos de toquilla reciben un dólar y con eso se elabora un sombrero fino de exportación, que en varios casos superan los 100 dólares.
 
En respuesta a esa necesidad, hace ocho años, Selena Pozo, junto a 28 compañeras, retomaron la actividad del tejido. Ese oficio se estaba perdiendo y lograron aprender las habilidades de los últimos artesanos.
 
“Nos enseñaron los ancianitos todo lo que sabían”, resalta Pozo. Sin embargo, con resignación añade: “Mi abuela contaba que ellos tejían el nombre en el sombrero. Ese conocimiento no nos dejaron”.
 
 
Ellas formaron la Asociación de Mujeres El Paraíso de las Artesanías. En las tardes se reúnen para elaborar los sombreros rústicos, calados, tupidos y los de agua. Sus precios varían entre ocho y 20 dólares. El más costoso es el que consideran tejido fino.
 
Pero ellas tienen una limitante. No tienen los equipos para realizar los acabados del sombrero como el planchado. Eso lo hacen en el Azuay. La ventaja que tienen, afirma Pozo, es la posibilidad de elegir la materia prima para sus productos.
 
Las socias también se juntan para venderlos en el almacén que tienen en Barcelona y en la playa. Además elaboran joyeros, servilleteros y llaveros. El resto del tiempo lo dedican para sus actividades en sus hogares.
 
Esta comuna tiene puesta su mirada en la toquilla. Ellos saben que la fama del sombrero ecuatoriano les llegará algún día. Mientras tanto, suben al monte a mirar el mar y de paso a cosechar la palma.

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