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La violencia machista que vivieron solo las hizo más fuertes

martes, 16 marzo 2021 - 11:30
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“Ya fregonas a la cocina, que es para lo que nacieron, los machos estamos a cargo de la manutención”, “Feminismo no, feminidad sí”, “y los hijos en la casa solos”, “a lavar ropa y platos desocupadas”, “viva la mujer antifeminista y antiderechos”, “estas mujeres son como las hormigas, si no están bravas están locas”. Son algunos de las decenas de comentarios misóginos que se realizaron desde cuentas de ecuatorianos a un video subido por Revista Vistazo, sobre la marcha del 8 de marzo en Guayaquil. Sí, en pleno 2021.

Lo anterior puede interpretarse como el reflejo de una sociedad machista, en la que, según el último informe de la Asociación Latinoamericana para el Desarrollo, cada 72 horas muere una mujer por su condición de género; de un país en el que 65 de cada 100 mujeres ha sido víctima de algún tipo de violencia en su vida y en el que por cada dólar que gana un hombre en su trabajo, una mujer consigue solo $0.84, de acuerdo a las cifras del INEC.

A pesar de este panorama repleto de adversidades, cada día mujeres como Cecilia, Jéssica, Diana, Petita, Janeth y Daimara nos enseñan una importante lección sobre liderazgo y resiliencia. Las seis fueron víctimas de violencias sistemáticas de toda índole y, sin embargo, hoy son referentes de la lucha por la equidad de género y los Derechos Humanos.

En este reportaje compartimos sus historias con la esperanza de que su espíritu contagie a miles más, y que ninguna mujer se sienta sola, porque detrás de una están todas:

"TENEMOS DERECHOS Y DEBEMOS APROPIARNOS DE ELLOS"

Los primeros recuerdos de la infancia de Cecilia Sánchez están marcados por la extrema violencia física y psicológica que sufrió su mamá. Fue así hasta que cumplió 13 años y su progenitora casi pierde la vida a manos de su padre, “cuando ella ingresaba a la casa él la estaba esperando detrás de la puerta con un cuchillo”. Después de este fatal episodio, nunca más lo volvieron a ver.

Pero la historia se repitió, esta vez con el matrimonio de Cecilia. Durante 20 años fue víctima de violencia psicológica por parte de su pareja y padre sus hijos, un tipo de violencia que, aunque no deja marcas físicas, ella cuenta que la mataba por dentro.

“Insultos, su forma de tratarme me hacía sentir mal, controlaba mi forma de vestir, me decía que no servía para nada, que era una idiota, una estúpida, si le pedía algún recurso económico me decía que no era posible porque mejor lo gastaba en otras cosas más importantes”.

En su entorno era común que las mujeres fueran violentadas, “lo tenían como algo normal, lo vivió mi mamá, mi vecina, mi familia”. A pesar de ello, la única vez que su esposo intentó agredirla físicamente, Cecilia respondió con una furia que estuvo contenida desde que era niña. Ella lo describe como si hubiera vuelto al pasado, a los días en que su madre no podía ir a una clínica y le tocaba curarse a sí misma las heridas de las palizas que recibía. Su esposo nunca más intentó golpearla, pero los abusos psicológicos no cesaron.

A los 34 años fue parte de una charla sobre violencia intrafamiliar que el Centro Ecuatoriano para la promoción y acción de la Mujer Guayaquil (CEPAM) organizó en su barrio y desde entonces, todo empezó a cambiar. Se divorció, estudió Educación en la universidad y se convirtió en orientadora de Derechos Humanos. Hoy trabaja en conjunto con organizaciones como ‘Mi Cometa’ y la propia CEPAM, fue presidenta de la ONG “Ni una menos” y constantemente brinda acompañamiento a mujeres que han sido víctimas de violencia.

La lucha por sus derechos ayudó a transformar otras vidas. Tras décadas de abusos, su madre finalmente reconoce que fue víctima de violencia de género y de un hombre machista, palabra que, según Cecilia, jamás hubiera usado antes. Su hija es una “mujer empoderada” asegura, ambas están estudiando una maestría y viven en un hogar feliz.

“La primera herramienta que necesitamos para salir de la violencia es reconocernos que somos sujeto de derechos, que merecemos lo mejor y no debemos permitir que nos hagan creer lo contrario. Tenemos derechos y debemos apropiarnos de ellos”.
 

"VALEMOS POR LO QUE SOMOS"

Un 8 de enero de 2015 en Esmeraldas, después de terminar de trabajar, Jéssica Jaramillo y un amigo suyo salieron por algo de comer, sin imaginar la pesadilla que vendría después… En la calle fueron interceptados por dos sujetos que los secuestraron durante dos horas y a ella la agredieron sexualmente.   

“En un descuido mi amigo logra quitarles el arma y creo que es la única razón por la que estoy viva. Él me dijo corre y yo tenía mis piernas entumecidas porque estaba completamente desnuda, completamente vejada, tenía mordidas en las piernas… La segunda vez que mi amigo grita, yo consigo correr hasta llegar a donde un guardia”.

Luego de esta traumática experiencia, Jéssica tuvo que ir al destacamento de Atacames a reconocer a los sospechosos del hecho. No era ninguno. Después fue llevada por la Policía a hacer un reconocimiento del lugar de los hechos, pero jamás hicieron un retrato hablado de los agresores. Como en muchos otros casos, su proceso estuvo plagado de errores: no se pidió su testimonio anticipado, no se le hizo una valoración psicológica y médica, jamás la llamaron a comparecer.

Eventualmente su caso se estancó y los culpables nunca fueron hallados. Jéssica no solo fue víctima de dos agresores sexuales, también lo fue de un sistema negligente que trabajaba sin ningún enfoque de género. “El fiscal no ordenó nada después del hecho que fue en 2015, durante ese año y medio año del 2016 el fiscal no hizo nada”.

Un evento como este deja heridas profundas y a Jéssica le tomó muchos años de terapia psicológica poder superar un cuadro agravado de depresión y ansiedad. Ya no disfruta como antes ir a la playa, su ánimo se descompone y se pone nerviosa cuando le toca viajar a este tipo de ambientes.

Aunque aún no ha podido conseguir justicia en su caso, hoy esta abogada de 36 años lucha contra la impunidad a través de la Fundación Contra la Violencia de Mujeres, Niños y Adolescentes, que creó en 2017. Uno de sus proyectos es “Redes por Mujeres”, que busca “generar lideresas dentro de el espacio territorial en donde vamos formado a la gente en derechos y en qué hacer si conocen de algún hecho de violencia”.

Para esta entrevista nos atendió desde su despacho. Detrás suyo resaltaba -entre libros, premios y títulos obtenidos en Ecuador y en el exterior- la foto de su pequeña hija de 3 años, a la que se refirió con una sonrisa que parecía inagotable y que acompañó a su rostro durante todo el diálogo. En ella no hay rastro de miedo o duda, si algo le dejó aquel terrible evento del 2015 fue una montaña de resiliencia sobre la que construyó a una Jéssica valiente e indestructible.

“Cuando nos agreden sexualmente, una de las cosas que nos deconstruye es esta idea de la sociedad de que lo único valioso que tenemos es nuestra integridad sexual, cuando tenemos muchísimo más, valemos por lo que somos, por lo que tienes en tu cabeza, por el ser humano que eres”.

"LAS MUJERES TENEMOS QUE SER COMO NOSOTRAS QUEREMOS SER"

Durante los años en los que Diana Maldonado se identificó como una mujer heterosexual todo marchó en paz, la vida familiar, laboral, incluso en el espacio público. Pero cuando decidió aceptar su bisexualidad, aquella vida color de rosa se convirtió en un camino de luchas y batallas, una tras otra.

Tuvo un matrimonio tranquilo que duró 10 años, hasta que pidió el divorcio. Su exesposo la llamaba por lo menos 10 veces al día, desde diferentes teléfonos. Llamaba a sus amigas a insultarlas, la perseguía, e incluso cuando ella empezó a salir con otras personas, el sujeto acosó a una de sus parejas quien tuvo que recurrir a una denuncia para evitar el hostigamiento.

Cuando la hija de Diana tenía 7 años, su exesposo irrumpió en su casa y se bebió todas las botellas de alcohol que tenía guardadas, “buscando emborracharse para tener el pretexto de que no lo había hecho con intención”. Intentó llevarse a la niña, pero ella logró ponerla a buen resguardo con una vecina. Luego la golpeó, tan fuerte que le movió una arteria y aún hoy tiene un poco de sordera del lado derecho. Tras el segundo golpe, Diana pudo levantarse y defenderse hasta que llegó la Policía, a quienes tuvo que rogar para que se lleven al sujeto en estado etílico.

Después de este violento episodio, la familia de su exesposo, e incluso la nueva pareja de él, la amenazaron con quitarle a su hija porque consideraban que se iba a “desviar” viviendo con una madre LGBTI y en un hogar no católico. Para conseguir el divorcio y supuestamente terminar con el acoso, Diana le entregó un dinero y un terreno en Esmeraldas que eran parte de su patrimonio. Pero los abusos no terminaron ahí.

Intentó secuestrar a la hija de ambos llevándola a la casa de un familiar suyo, le quitó el celular que Diana le había dado para mantenerse en contacto y le dijo que no hablaría más con su madre. Cuando la niña logró comunicarse en secreto con Diana, le dio referencias visuales del lugar en el que se encontraba, poco después pudieron hallarla.

Otro día intentó secuestrar a la propia Diana. Habían acordado verse para que le de el dinero de la pensión escolar de la niña. Con engaños logró que Diana se suba a su auto. “Me dijo que su plan era llevarme hasta un hotel, que yo tenga sexo con él y en ese momento darme la plata”. Luego de varios forcejeos en el vehículo, el hombre finalmente la dejó en libertad. Pero no volvió a pagar la pensión alimenticia de la menor. Fue cuestión de tiempo para que desapareciera definitivamente de su vida y la de su hija.

Aunque los problemas con su exesposo terminaron, Diana empezó a librar otra batalla contra la discriminación hacia las poblaciones LGBTI en Ecuador, en la que ha ayudado a sentar varios precedentes jurídicos. Fue parte de los esfuerzos por reconocer a la Unión de Hecho como otro estado civil, consiguió una resolución a favor de la libertad estética en las instituciones educativas del país, estuvo detrás de la legalización del Matrimonio Civil Igualitario y de la creación de una ordenanza contra la violencia hacia personas diversas en Guayaquil.

“Más allá de muchísimas cosas que he vivido, no puedo dejar de reconocer que soy una mujer con privilegios en comparación a otras, pude acceder a una buena educación, pude terminar mi carrera y obtener dos profesiones, cosas a las que muchas mujeres aún no pueden acceder en Ecuador, por eso es importante que se empoderen, que sepan de sus derechos, que se tengan mucho amor propio. Las mujeres tenemos que ser como nosotras queremos ser”.

“TENEMOS QUE LUCHAR HASTA EL ÚLTIMO”

Durante 18 años doña Petita Albarracín tuvo que pelear contra un sistema judicial machista e indolente y contra el sistema educativo que no reconocía la violencia sexual que vivió su hija, Paola Guzmán, a manos del vicerrector del colegio en el que estudiaba. Su lucha para hacer justicia por Paola terminó sentando un precedente en toda América Latina, sobre el derecho a la educación sexual y reproductiva.

“Era una mujer que no tenía recursos, sin abogado, buscando ayuda en la Defensoría del Pueblo. El colegio a él (vicerrector) le puso dos abogados y yo sin nada porque no tenía dinero, era una mujer sola, pero gracias a Dios poco a poco salimos adelante”.

Paola de 16 años fue violada por el vicerrector de su colegio. Producto de los abusos quedó embarazada y fue obligada a abortar con el médico de la institución, quien también abusó sexualmente de ella. La cadena de agresiones que sufrió la llevaron a quitarse la vida el 13 de diciembre de 2002.

“Ella era una niña alegre en el hogar, bien allegada a la familia, muy amorosa, me agarraba y me tiraba en la cama jugando, era la primera hija”, así recuerda doña Petita a su adorada Paola. Enfrentar la vida como una madre soltera de dos hijas fue duro, pero nada comparado con el viacrucis que viviría después, entre el dolor, los juzgados, fiscalías y audiencias.

“Sufrí mucha humillación porque ellos preferían al vicerrector y nos citaban a las 9 de la mañana, pero no nos atenían hasta las 3 de la tarde, mi otra hija tenía 6 años y tenía que dejarla encargada con una de mis hermanas, como me llamaban para ir la Fiscalía y al juzgado en ese tiempo no podía trabajar, mi hermana me mandaba cualquier cosa para la comida”.

Petita fue víctima de un Estado negligente y una sociedad en la que la violencia de género estaba disfrazada de “romance” por los medios de comunicación. El sistema de justicia ecuatoriano no adoptó medidas para la prevención de actos de violencia sexual en la institución de Paola, no hubo debida diligencia en la realización de las investigaciones y las autoridades no realizaron las acciones necesarias para localizar y capturar al imputado.

“Descubrí que lamentablemente en mi país no hay ese apoyo, es duro porque sufrimos como mujer y como familia, íbamos a tantos lados, pero nos daban siempre la espalda, era una humillación muy grande. No era el trato que se merecía una mujer que había perdido a su hija”.

Finalmente, Petita encontró apoyo en el Centro Ecuatoriano para la promoción y acción de la Mujer Guayaquil (CEPAM), junto a quienes logró llevar el caso de Paola hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos y conseguir una victoria histórica.

“No se queden calladas, luchen, busquen apoyo, sí lo van a encontrar como yo lo encontré, busquen a CEPAM, a amigos para que no se quede en la impunidad lo que han hecho estos hombres con nuestras hijas y se le haga justicia, lo que yo consiguí tras varios años es duro y largo al principio, pero así toca, tenemos que luchar hasta el último”.

“SIEMPRE HAY ORGANIZACIONES DE MUJERES QUE LAS VAN A APOYAR”

Aunque solo estuvo casada cuatro años con el padre de sus dos primeros hijos -hace más de 20 años-, las experiencias de violencia que Janeth Guerrero vivió siguen frescas en su memoria.

Lo primero fue violencia psicológica, maltratos y comentarios denigrantes. “Me decía: ‘solo pasas en la casa, ¿por qué no te vas a trabajar?, ¿qué eres vaga?’, pero yo cuidaba a dos niños, no es que me pasaba haciendo nada”.

Después del divorcio empezó la guerra por la tenencia de los hijos. Su exesposo la perseguía constantemente amenazándola con quitarle a los niños. En una ocasión, él la golpeó y Janeth terminó en una Comisaría de la Mujer, en donde en vez de ayudarla, la amonestaron: “lo que me dijo la comisaria fue que, si yo no le dejaba ver a mis hijos, que por eso él me había golpeado y que si seguía así me los iban a quitar”.

Poco tiempo después Janeth decidió mudarse de Guayaquil a Quito. Había alcanzado un acuerdo para que sus hijos puedan pasar ciertas temporadas en casa del padre, pero el acuerdo fue irrespetado cuando su exesposo secuestró por cerca de tres meses a los niños. “No me los dejaba ver, no sabía dónde estaban”.

Con ayuda de la Dinapen logró recuperar a los niños tras dos horas de negociación con el padre y la familia de él. Luego de este episodio, las cosas se tranquilizaron.

Ocho años después, Janeth volvió a ser víctima de violencia psicológica con el padre de su tercer hijo. En aquel entonces, ella seguía creyendo que la violencia solo podía ser física, por eso no lo denunció, pero sí se separó. Sin embargo, aún fuera de la relación, el sujeto aprovechaba las visitas al niño para hablarle mal de Janeth. “Mami, dice mi papá que tu eres una estúpida, una idiota”, el pequeño tenía apenas dos años.

Tampoco pagaba la manutención correspondiente y varias veces tuvieron que llegar a instancias legales para que el hombre asuma parte de la responsabilidad económica del niño. En dos ocasiones se vio obligado a pagar las pensiones acumuladas, la primera para poder salir de prisión y la segunda para que le levanten la prohibición de salida del país porque tenía que realizar un viaje. Para pagar menos, mintió asegurando que se había quedado sin trabajo y hasta cambió el nombre de propietario de ciertos bienes.  

Este último tipo de violencia que sufrió Janeth tiene un nombre que pocas mujeres conocen: violencia económica y patrimonial. Sucede cuando las mujeres se ven obligadas a asumir solas el cuidado y manutención de los hijos, y cuando se oculta patrimonio.

Cuando Janeth decidió retomar sus estudios en Sociología descubrió, tras varios años de vejaciones, que había sido víctima de violencia psicológica. Con el pasar del tiempo se fue involucrando poco a poco en la defensa de los derechos de la mujer. Hoy estudia becada una maestría en Género y Desarrollo y colabora con varias organizaciones feministas dando acompañamiento a mujeres que han sido violentadas.

“A veces es difícil percibir algo como violencia porque está tan naturalizada en nosotras que no creemos que sea algo violento, pero si ven algo que no les cuadra, que no es normal, busquen ayuda, siempre hay organizaciones de mujeres que las van a apoyar”.
 
“NO TE SIENTAS CULPABLE”

Daimara Díaz es una migrante venezolana de 36 años, es técnica en Administración, licenciada en Organización y Sistemas, magister en Gerencia de Tecnologías de la Información, emprendedora y defensora comunitaria de Derechos Humanos, esta última certificación la consiguió viviendo en Ecuador. Su historia está llena de victorias profesionales, pero también de episodios de violencia vividos en su país natal y su país de residencia actual.

Cuando niña fue abusada sexualmente por un familiar y aunque primero se lo guardó, cuando intentó decir lo que había sucedido no obtuvo la respuesta que esperaba: “me dijeron que si había pasado era porque yo quería y que me quede callada, tenía 8 años”. Jamás denunciaron el abuso y Daimara solo pudo tramitar su dolor años después con tratamiento psicológico. Este primer hecho traumático cambió su vida para siempre.

Durante nueve años vivió con el padre de sus hijos en Venezuela. Ella se encargaba de trabajar y proveer para el hogar, mientras su esposo cuidaba de los niños y la casa. A pesar de existir un acuerdo tácito sobre los quehaceres de ambos, él la manipulaba para hacerla sentir como una mala madre y esposa. También la volvió emocionalmente dependiente de él: “me cuidaba, me atendía bien, cuando tenía mis crisis estaba atento y me decía: ‘¿Estás viendo? tu no tienes a nadie, nadie te va a ayudar, ve a tu alrededor, que cuando estás enferma con el único que estás es conmigo’”.

“Cuando empiezo a darme cuenta que no era verdad todo lo que me decía, empecé a reaccionar, empieza mi separación y es en ese momento cuando logro enfrentarlo, había amenazas, chantajes, manipulación, hubo maltrato físico y psicológico”, comenta Daimara.

En estas circunstancias, su expareja empezó a chantajearla con algo que Daimara solo le había confiado a él: su bisexualidad. Usó su orientación sexual para denigrarla con sus amigos y afectar su reputación. “Él me amenazaba con decirle a mis papás que era bisexual, si yo no me calaba sus infidelidades. Yo estaba ya en terapia e identificaba que era un chantaje, luego me atreví a hablar con mis papás, ellos me aceptaron, lo entienderon y me apoyaron”.

Como ya no tenía con qué chantajearla, empezó a golpearla. Sucedió en tres ocasiones, la última vez tuvo que intervenir la Policía. Poco tiempo después el huyó de Venezuela con dinero que ella misma le dio para que la deje en paz, pero mantuvo “el juego mental” con sus hijos a distancia.

Hace tres años Daimara llegó a Ecuador -sin saberlo- como víctima de trata de personas. Atraída por una supuesta amiga que le pagó los pasajes para que venga con sus hijos, fue obligada a salir con hombres mayores a ella durante dos semanas, hasta que halló la fuerza para huir.

En Guayaquil conoció a un hombre que poco a poco se fue metiendo en su vida, empezó como una amistad y terminó como una relación tóxica llena de abusos y agresiones. Cada vez que Daimara -quien ya no quería pasar por lo mismo que vivió con el padre de sus hijos- le pedía acabar con la relación, el sujeto sacaba un cuchillo o un arma y la amenazaba de muerte. “Ya te he dicho que esto si se acaba, se va a acabar de una sola manera”, le advertía. De todas las experiencias de violencia que vivió, asegura que esta fue la peor.

Nuevamente tuvo que huir con sus dos hijos, quienes también corrían peligro cerca de este hombre al que Daimara cataloga como un “psicópata narcisista”. Afortunadamente pudo denunciarlo, a pesar del miedo a represalias, pero el sujeto huyó del país.

Hoy, además de trabajar en su emprendimiento, Daimara labora como defensora de derechos junto a poblaciones vulnerables como mujeres, niños y personas en situación de calle.

Las desigualdades de género y la violencia que las acompaña han marcado la vida de las seis mujeres cuyas historias acabamos de retratar. Como ellas, existen miles más que poco a poco han logrado salir de una larga pesadilla de abusos y que ahora luchan por un mundo más justo en el que nacer mujer no sea una desventaja, un peligro o un rol preestablecido por cumplir, se trata de devolver a la mujer eso que por siglos la sociedad le ha arrebatado: su libertad.

 

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