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Virar la página

viernes, 18 septiembre 2020 - 02:36
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    POR CARLOS ROJAS ARAUJO
     
    Es posible que, en estricto respeto al estado de derecho, el estallido de júbilo que muchos sectores  políticos y de la opinión pública expresaron en las redes sociales, al ratificarse  la condena contra el expresidente Rafael  Correa, no fue un gesto de buen gusto.  Y que subir las fotos de sus brindis, lejos  de enaltecer el trabajo de la justicia y la  reparación, demostró que tenemos una  sociedad peligrosamente polarizada.
     
    Es cierto que el desquite y la revancha han sido la moneda de curso en la  política nacional desde siempre, pero  ese ambiente se exacerbó con el correísmo, donde para ejercer un derecho, emitir una opinión o exigir que se fiscalice el  uso de los dineros públicos, había que estar del lado de los vencedores.
     
    No existía requisito más importante que ganar las elecciones con Alianza  PAÍS, aunque para ello tuviera que circular en las campañas el dinero sucio  de los sobornos, alentado por políticos,
    funcionarios públicos y empresarios,  hoy condenados en los tribunales y a la  espera del juicio de la historia.
     
    Correa y los suyos se sintieron invencibles. Y como buen sofista, no hubo un solo hecho de  la realidad que el expresidente lo  haya interpretado por fuera de la  lógica del ganador.
     
    Quien no tenía un puñado de  votos no tenía opción a disentir  ni ejercer la democracia. Por eso,  desarticuló la organización social  y combatió a la prensa, al punto  de perseguirlas con leyes infames  y juicios descabellados.
     
    Todo aquel cúmulo de resentimientos brotó en estos meses  en que se juzgó el caso Sobornos  2012-2016, evidenciándose que  más allá de la correcta aplicación  de la ley, una sociedad necesita  convivir en armonía y que el jefe  de Estado sea quien solucione los  conflictos y no los aliente desde la  bronca política de los sábados y el  manejo irregular de los recursos.
     
    Hoy en su calidad de proscrito, Correa quizá entienda que  un buen líder es multidimensional; que las altas votaciones son  necesarias para alcanzar el poder, pero no la garantía para gobernar con sensatez y equilibrio.  Él y los suyos se asumen aún como una gran fuerza electoral, cuya maquinaria estará aceitada para  la próxima contienda y quizás  tengan buenos resultados.
     
    Pero este juicio les demostró  que, sin aliados institucionales,  ese poder es efímero y relativo.
     
    Las cámaras de la Producción,  los gremios sociales, las universidades, los gobiernos locales, el  movimiento indígena… han visto con distancia y apatía la suerte  que hoy les ronda. La reputación  y honorabilidad de la revolución  ciudadana son los principales activos que se perdieron por la ambición de ejercer un poder sin límites y contrapesos.
     
    La lección está abierta para todos. Los problemas del país son  demasiado graves como para que  el próximo gobernante insista en  el bloqueo, dispendio y desquite  como método de trabajo. La nueva normalidad requiere de un líder que no exacerbe el descontento y la frustración de la sociedad  por la crisis económica y el deterioro de su calidad de vida. Es  preferible que proponga un nuevo contrato social, apelando a la  colaboración y el respeto, con altas dosis de inteligencia emocional. El país necesita virar la página  y escribir un capítulo más provechoso de su historia. 

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